A pesar del frío que se deja notar al oscurecer, ya asoma
por la esquina el rostro fresco de la primavera. Eso pensaba al volver hace un
momento a casa. Vale… fomentaban tan poéticos pensamientos el par de copas de
vino que mi cuerpo llevaba acompañado de sendas tapas, porque (hagamos patria
aunque sea adoptiva) durante un mes en esta ilustre villa existe lo que se ha
dado en llamar la ruta de las tapas. Aquí en concreto se incentiva el consumo
de vino (cómo no) y el queso. El slogan es un poco cutre, pero en su vulgaridad
es pegadizo: “El vino y el queso saben a beso”. Sin comentarios.
Como este es el blog de Jane y yo soy la susodicha (también
redicha alguna que otra vez jajajaja) sigo contando mis impresiones
existenciales (uno de mis vocablos favoritos desde mi época adolescente con
ínfulas intelectuales en que leí a Sartre, Camus y la Beuvoir y algo quedó
aunque je ne sais quoi).
Pensaba, durante el retorno a mi hogar dulce hogar, que me gusta mi
vida tan imperfecta como perfecta según el ángulo en que se mire, al igual que esa
botella medio llena o medio vacía que siempre sale a relucir a la hora de
relativizar algo.
Y andando y pensando porque existo (disculpad la reiterada
tontería, si queréis le echamos la culpa al vino o el queso, porque no ha
habido beso jajaja), pasé por delante de unos contenedores, antes simples depósitos
de basura, por desgracia ahora símbolo de muchas más cosas.
Tengo tendencia a buscar historias en los rincones, en los
gestos anodinos, en las palabras escritas con pasión en cualquier muro… Posiblemente
por eso lo vi. Solitario, desvalido, absurdo por sí mismo el guante de lana
negro recortaba la forma de la mano que alguna vez lo necesitó sobre el
asfalto. Era una imagen derrotada que se incrustó en mi retina. Mi lado práctico
pensó que nadie recogería aquel único guante esta noche de marzo, pero mi corazón
loco y algo bohemio se negó a enterrarlo en el olvido y decidió que aquel
guante tenía una historia que contar. Mientras llegaba a casa yo veía una mano
enfundada en él que representaba para un niño las aventuras de una familia. Miré
mis manos buscando ayuda, y mis dedos aceptaron el reto. De nuevo visualicé
aquel guante, pero ya no era un objeto tirando en la calle, era un racimo de
personajes, una familia… El dedo corazón sería el padre y decidí llamarlo Mateo.
La madre representada por el anular se llamaría Elena. Delgado y nervioso, el
dedo meñique encarnaría al hijo inconformista ya desde niño, el pequeño Javier.
Me gusta la idea de un gordito feliz que pide tan poco a la vida que cree
recibir mucho, el pulgar es perfecto para representar a Manuel. Y por supuesto
el índice provocador, curioso y apasionado sería Eva, la jovencita que cree
saber mucho porque apenas conoce el mundo.
Dejo aquí el prólogo de una historia a escribir por
cualquiera de vosotros con vuestras manos, enguantadas o no, en esta noche de
marzo, que casi huele a primavera.
¿Jugamos a imaginar?