Cuando llegaba el buen tiempo era difícil sentirse sólo en mi barrio. Durante el día la calle se poblaba de niños y juegos. Al atardecer, comenzaba el desfile de mujeres y algún anciano que, silla en mano, se situaban en corrillos junto a las puertas y, con la excusa de “tomar el fresco”, se repasaban vidas y actualizaban la información sobre vecinos, ausentes y presentes.
En verano se vivía en la calle, aunque te quedases en casa Las ventanas se abrían al anochecer en busca de frescor, y los humildes balcones acogían, junto a la ropa tendida, macetas, bombonas de butano e incluso cubos de basura, los cuerpos de aquellos que, en la cálida noche, se dejaban adormecer acunados por el murmullo de conversaciones vecinales de balcón a balcón. Flotaban en el aire las palabras sueltas de los que tomaban el fresco en la calle. Llegaban los gritos y risas de los niños, pájaros de verano libres de horarios para acostarse. Y, la banda sonora de aquellas noches, era el sonido en estéreo de todos los televisores que, afortunadamente para los oidos, entonces emitían la misma programación.
Una calle como la mía era un lugar seguro para vivir en verano. Mi casa no tenía portero, pero si varios ojos que vigilaban idas y venidas. Eterna, en la ventana, que mi padre con reminiscencias de otra época, denominaba “la aspillera” oteaba el horizonte “la Marca”, siempre en su puesto de observación a excepción de las horas de calor extremo. Nunca vi a aquella mujer en la calle. Para mí su vida consistía en contemplar el mundo desde un segundo piso, apoyada cómodamente –colocaba un cojín para tal fin- en el alfeizar de su ventana.
Antoñete y la Eliseta, los guardianes de mi portal, eran un matrimonio anciano originarios del mismo pueblo que mis padres. El diminutivo de sus nombres tenía razón de ser por el pequeño tamaño de ambos, que contribuía a hacerlos parecer duendes protectores de nuestros hogares. Cada tarde, en torno a las seis, Antoñete colocaba dos sillas al lado de la puerta. Después salía Eliseta, y luego, poco a poco, otros vecinos se sumaban a la tertulia. Su presencia era cómoda. Las madres dejaban bocadillos, llaves, y mensajes a cargo de este buen matrimonio, que no abandonaba su puesto de vigilancia hasta pasadas las doce de la noche. Y, de haberlo hecho, siempre quedaba la opción de recurrir a la vecina de la otra acera: Ascensión, la coja. La pobre mujer, cuya pierna ortopédica nos fascinaba, también ocupaba la tribuna de su ventana, en un piso bajo, cada tarde, agradeciendo charla y saludos.
Nuestros humildes bloques se abrían a la vida con la llegada del buen tiempo. Se oían las voces de sus ocupantes, y todos sabíamos de las peleas entre la Gloria y su marido, lo mal que se llevaban las vecinas del tercero, o lo poco que le gustaba a Gonzalo, el carnicero, el novio que se había echado su Rosi.
Diariamente el escenario de la calle nos contaba una historia de la que formabamos parte, como público y como actores. Cada noche nuestras madres, una tras otra, gritaban nuestros nombres: Juani, Vicen, Javi, Mari, Pepito, Emiliete, Pedrito, Juana Mari, Sara, Marisa, Antoñito, Manolín… Las voces maternas señalaban el regreso a casa. Volvíamos sudorosos y, a menudo, cubiertos de polvo de jugar en las obras en construcción. Durante unas horas la calle permanecería cerrada para nosotros que, rendidos, dormiríamos en pequeñas camas a veces compartidas con algún hermano. Éramos los habitantes de un mundo que Disney jamás habría reflejado en sus películas, pero que a nosotros nos ayudó a crecer seguros y relativamente felices.
Es curioso cómo este verano me recuerda aquellos otros. Las circunstancias no pueden ser más diferentes, pero las sensaciones evocan un tiempo pasado que nunca se vistió de olvido.
Volví a estar con ellas, las viejas amigas de niñez y adolescencia, de pizarra, canciones dedicadas, cromos y polos de limón. Hicimos realidad el viejo proyecto de viajar juntas. ¡Cuántas veces lo soñamos en voz alta mientras tumbadas al sol nos embriagábamos de proyectos locos! Llegó el momento, con años de retraso, pérdidas, desencuentros, descubrimientos, retornos, vivencias… Y fue hermoso saberse distintas y, en el fondo, las mismas.
Tal vez por eso este verano me huele a ilusión, futuro y alegría. Es cierto que en el cóctel hay gotas amargas que saben a soledad y en el paladar el dolor deja un regusto acido. Pero en el aire se respira libertad y, aunque hay ramas donde se posan negros pájaros de miedo sus graznidos se pierden en la risa recuperada.