Invariablemente se presentaba con
unos minutos de retraso. La acompañaba un aroma de calle mezclado con la
levedad de un perfume que aprendió a identificar con ella.
Las primeras veces se limitó a
tomar notas, sin dejar de etiquetar sus palabras como delirios. El
distanciamiento profesional no le impidió seguir con curiosidad aquel entramado
de nombres y relaciones que ella desgranaba cada semana.
Afirmaba que, por un extraño
azar, solo entablaba relaciones con hombres cuyo nombre comenzaba por jota, y tendía a profundizar si el nombre era
compuesto, tal vez –siempre según ella- un reflejo subconsciente de su
tendencia a complicarlo todo.
Comenzó hablando de Jorge, luego
pasó a Joan Marc, más tarde vinieron José Javier, José Ángel, José Manuel, Juan Alfonso,
Juan Salvador y Juan Jerónimo. Fue a raíz de un comentario divertido sobre este
último nombre cuando la miró de otra manera, viéndola al fin. La mujer
anodina desapareció y emergió la dueña de una fantasía tan poderosa que llegaba
a ser real y, por primera vez, el serio y reputado psicólogo dudó de su
diagnóstico y se preguntó si aquellas historias absurdas que ella relataba como
ciertas encerrarían algo de verdad.
A partir de aquella tarde, el terapeuta
desaparecía de la consulta cuando llegaba ella. Era el hombre quien asistía, entre expectante y celoso, a sus narraciones
con el Jota de turno, estudiando su forma de moverse y la manera en que
sus manos dibujaban caminos en el aire, mientras el frecuente campanilleo de su risa llegaba a ponerle un
nudo en la garganta.
Aquella tarde un cielo plomizo
oscurecía la pequeña sala, testigo de tantas confidencias, miedos y mentiras, y
un relámpago iluminó violentamente el espacio que compartían. Habría esperado
que una mujer tan vulnerable se estremeciese con la proximidad de la tormenta,
pero ella no se inmutó. Fue entonces cuando deseó, con una violencia que le
sorprendió, alterarla con la intensidad de un rayo, y en medio de una de esas
frases que saltaban continuamente de sus labios, buscó su boca.
Posteriormente, al analizar
aquella locura de la que fue correlato, aquella transgresión de su ética
profesional, no pudo menos que sonreír a la evidencia escrita, como una
premonición, en el nombre que lo identificaba como Julio Miguel.