Hace unos años la habrían llamado
doña Paula; pero hoy, sin el tratamiento delante del nombre, recuperaba cercanía
en un espejismo de juventud. Le costaba reconocer que casi una década había pasado
desde que cruzó la frontera del medio siglo y, agitando la melenita bien
cortada y teñida, pretendía ahuyentar las sombras del tiempo que le apagaban la piel y ralentizaban andares.
Cada mañana abría el armario
escogiendo las favorecedoras prendas que vestían un cuerpo aún esbelto y de apariencia juvenil. Sabios retoques en el maquillaje devolvían una imagen en el espejo de
edad indefinida, suspiraban los años recuerdos pasados, y el presente respiraba
la esencia de un perfume tan delicado y sutil como una esperanza.
¿Dónde estaban los quince, los
veinte, los treinta e incluso los temidos cuarenta? Las manchas de sus manos
inventariaban escrupulosamente el paso de la vida y los dedos, aunque afilados en
perfecta manicura, cada día se descubrían más nudosos, semejantes a las ramas de un árbol
viejo de savia lenta.
El ayer sin arrugas ni miedos, de
manos explorando rincones y revolviendo cabellos, de ojeras felices en sabanas
revueltas, de palabras inventadas en la pasión y la ternura amaneció en un
presente a solas ante el espejo de la propia vida. Y Paulita, Pauli, Pau… dieron paso a Paula, que discreta y correcta, cubre de calma las
cicatrices de la vida mientras amordaza de dignidad la soledad que le aferra la
garganta.