Durante años mi opción, más difícil todavía, fue vivir un triángulo amoroso: madre-hija-mujer. El área de esta curiosa geometría emocional abocó a la mujer a un resultado cero. ¿Perdí? ¿Gané? No tengo ni idea, soy de letras, ya lo sabéis, y hay cálculos imposibles, ecuaciones con incógnitas que jamás se despejaran, y fórmulas que solo sirven sobre el papel.
Hoy que, por desgracia, el papel de hija es un recuerdo del pasado,la madre desconfía de la mujer renacida que clava sus tacones en el terreno reconquistado mientras una voz recuperada enumera razones.
Las madres son de ciencias ¿sabéis?; las mujeres de letras.
En más de una ocasión me he preguntado si seguir o no escribiendo este blog. Mentiría si dijese que no espero que lo lean. De ser así, estaría escribiendo todo esto en un cuaderno que guardaría en el cajón de la mesilla de noche, tal y como hice en la adolescencia.
Veréis… me gusta leer. Desde niña los libros me han acompañado. Leo casi todo lo que cae en mis manos, y no hago ascos a esa literatura considerada fácil y dirigida a las féminas tipo Briget Jones. El problema es que las protagonistas de estas historias, que de tanto éxito gozan, sontreintañeras relativamente atractivas, con trabajos interesantes y bastante libertad de movimientos. ¿Por qué nadie cuenta las andanzas diarias decuarentonas ,que han perdido la que tal vez no fuese una gran historia de amor pero era su historia, realizan trabajos aburridos mal remunerados, y además se encuentran ancladas por obligaciones familiares de hijos y, a menudo, padres ancianos.
Estas mujeres existen. Yo soy una de ellas. Somos soñadoras, complejas, cobardes y lucidas. Somos MataMaris, capaces de leer a Chejov esperando el turno en la carnicería, y soñar, mientras taconeamos por la calle sobre zapatos de mercadillo. Seguimos la moda, aunque al ver nuestros estilismos no lo parezca, perolas imitaciones siempre se notan. Y en rebajas tendemosa comprar una talla menor con la esperanza de perder ese par de kilos que nos aleja de la perfección. Somos invisibles, sin necesidad de superpoderes, aunque seamos la única presencia femenina en 1 kilometro, y lo más cerca que estamos de ser rubias glamourosas es cuando nos da el venazo y nos decidimos a ponernos mechas.
Tenemos cuerpo, cerebro y corazón. Sufrimos nuestras depresiones con terapia de limpieza de cristales, sesiones de plancha, y banda sonora de ruido de cacerolas. No sabemos lo que es ir a un balneario, y amordazamos interrogantes a base de efluvios de lejía y amoniaco.
Mira a tu alrededor. En el súper, en el autobús, en tu bloque de pisos… ¿Cuántas MataMaris encuentras?
Hay dos frases vinculadas a Sócrates con las que me siento identificada. La famosa “sólo sé que no se nada”, y la máxima que tomó del templo de Delfos: “Conócete a ti mismo”.
La humilde certeza de no saber me lleva a buscar conocer. Y, como el sujeto que tengo más a mano, y que más me complica la vida soy yo misma; me dedico a mirarme el ombligo lo más filosóficamente posible.
Además de intelectualoide wikipediana, soy una mujer romántica, el eterno masculino aparece con frecuencia en mis construcciones mentales, dignas de figurar en un manual de arte gótico o barroco, en más de una ocasión, por lo retorcidas y elaboradas. Resumiendo, que frecuentemente mis pensamientos se centran en mis relaciones con los varones que he ido conociendo a lo largo de mi vida. Mis elucubraciones me han llevado a considerar que mis gustos en dicho terreno se ajustan escrupulosamente a un patrón matemático. Y este es tan recurrente, que habría hecho las delicias de Anaximandro de Mileto, el filósofo especulativo que trataba de explicar fenómenos concretos del universo.
Como antigua teleadicta observé que en las series de médicos y temas seudo científicos, la clave para solucionar un problema está en identificar la causa. Siguiendo esta premisa, dediqué algún tiempo a pensar por qué elijo un tipo de hombre en concreto para fijar mis soñadores ojos en él.
Ayudada por mi fiel sofá, compañero de tantas siestas y ratos de ocio, y sin necesidad de acudir a un diván profesional de psicoanalista, probablemente pariente de los sillones cotillas del Diario de Patricia, busqué en mi subconsciente el origen del mal. Y, como si hubiese encontrado una de las famosas cuerdas de las que habla la física cuántica, viajé, como un personaje de H.G. Wells en la maquina del tiempo, al verano de mis diecisiete.
Las vacaciones a orillas del mar eran algo ajeno a mi entorno. Tanto mis amigas como yo, pasábamos el caluroso verano en la estepa manchega, cosacas llaneras acostumbradas a los 19 grados bajo cero de algún invierno y veranos en los que el asfalto echaba fuego. Aparte de las piscinas municipales, nosotras contábamos con las parcelas que ellas poseían a pocos kilómetros de la ciudad. Aquellos pedacitos de tierra, con algunas flores, un trocito de huerta, una pequeña caseta y una balsa, que nosotras llamábamos piscina, eran nuestro lugar de descanso. Puedo asegurar que jamás me he divertido tanto ni me he sentido tan rica como aquellos días, de bocadillos y refrescos, dedicadas a tomar el sol, refrescarnos, jugar a las cartas, escuchar los impagables consejos de Elena Francis, y ser felices de una forma tan inconsciente como real.
Imaginad la siguiente escena. Tres manchegas, dos de las cuales no saben nadar, metidas en una balsa con inmensas cámaras de neumáticos de camión a modo de flotador. Sofisticadas, y seguras en los gigantescos donuts negros, con los refrescos en el borde, comentábamos la película que habíamos visto la noche anterior. Era “El Coleccionista”, la historia estaba basada en una novela de John Fowles. Aunque tengo buena memoria, Wikipedia es mejor, así que copio el argumento.
Argumento:
Freddie (Terence Stamp) es un joven tímido e introvertido, que colecciona mariposas. En la calle observa a una joven, Miranda (Samantha Eggar), estudiante de arte, que le gusta. La sigue a diario con su automóvil, estudiando sus horarios, hasta que un día consigue raptarla sin llamar la atención. La lleva a una casa aislada en el campo y la encierra en un sótano que ha preparado a tal efecto. Miranda, asustada y desesperada, intenta en vano escapar de su secuestrador, llegando incluso a intentar seducirle con la esperanza de que así la deje en libertad.
Recuerdo el comentario de mi amiga Pilar, que entre suspiros, y desatada la lengua y la imaginación con el sol y sombra que nos habíamos preparado -en la parcela de mi amiga había coñac y anís, porque su padre gustaba de tomar tan exótica bebida, y nosotras a veces lo imitábamos-, dijo:
- _ Ideas me dan de raptar a Miguel, el pelirrojo (es la única mujer que conozco que se enamoró perdidamente de un pelirrojo, pero esta es otra historia), y encerrarlo en la parcela hasta que me ame.
Reímos como locas, pero hoy pienso que todos tenemos algo de coleccionistas en el terreno del amor y, de alguna manera, repetimos el mismo modelo de sujeto receptor de nuestras señales amatorias.
Tengo claro cual es mi modelo: hombres complicados, sumamente inteligentes, y con un punto canallesco que, si bien da sabor a la vida, a veces la hace amarga. Conocer el problema en este caso, no me lleva a la solución como en las series médicas de televisión. El problema soy yo. Y, como Sócrates, conociéndome ahora algo más a mí misma, puedo decir que sólo sé que no sé nada.
He sido una miedosa toda mi vida. De niña bastaba con que mis hermanos pronunciasen las palabras “la mano negra “ o “el monje de la muerte” para que el terror se apoderase de mí. El paso del tiempo no modificó esto. A los trece años empecé a leer “El Exorcista”, y mi desbocada imaginación reprodujo, y aumentó, en mi persona todos los efectos especiales. Me angustió de tal manera, que pensé acudir al seno de la Iglesia en busca de un cura ahuyentador de íncubos. No lo hice porque una de mis primas olvidó en casa una novela de Corín Tellado, y así entré en un terrenopintado de rosa, y sembrado de frasespaste, donde paseó feliz mi imaginación de adolescente. No sé si la gran Corín era religiosa, pero sus letras evitaron mi vuelta al seno de la Iglesia en busca de sosiego, y nublaron para siempre mi entendimiento con el humo de pasiones donde el amor verdadero siempre tiene final feliz. Dejé la lucha entre el bien y el mal, y me sumergí en las tramas amorosas que la escritora asturiana describió durante unas 4000 historias, aunque confieso que, en mi caso, bastó con leer una docena para soñar mis propias historias con música de violines.
Romántica y miedosa seguí viviendo.Y, como tal, habría podido definirme hasta hace poco cuando descubrí, casualmente como suele ocurrir con hechos transcendentales,que ya no era miedosasino una mujer de armas tomar.
Los hechos ocurrieron un lunes, a media tarde, aproximadamente las 17’30 horas.Comenzaba asalir de los vapores de una reparadora siesta cuando oí ruidos en el piso de arriba. ¿Pasos? ¿Una ventana que se abre? Temblé.Iba a morir a manos de una banda asesina que, furiosa, me exigiría la entrega de un dinero y unas joyas que no poseo. ¡Mierda! Ni siquiera tengo un televisor de plasma, o un equipo de música que ofrecerles como compensación, y algo me dijo que mis libros les gustarían tan poco como a la Santa Inquisición. Otro ruido terminó de sacarme de mi modorra y elucubraciones varias. Decidí subir y afrontar a los malhechores. En el primer peldaño de la escalera, retrocedí. Consideré que era conveniente llevar un arma, y me dirigí al arsenal doméstico por definición: la cocina. Abrí un cajón, y allí encontré un rodillo de amasar. Aunque en las viñetas de humor parece amenazador en manos de la esposa enfurecida por la llegada a altas horas del marido golfo, algo me dijo que una banda de asesinos albano-kosovares (políticamente incorrecta mi mente había etiquetado a los malos) no se dejaría amedrentar tan fácilmente.
Soy de Albacete, la tierra de las navajas, pero en mi casa no hay ni una. Sin embargo el mercado chino ha invadido mi hogar; y allí estaba, salvador, un cuchillo enorme queamenazaba, en mandarín o cantonés. Lo cogí, y comencé a subir. Abrí la puerta del cuarto de baño, la habitación de mi hijo mayor, la del menor, la mía… No había nadie. La mosquitera de una ventana, se escapaba del marco, y golpeaba rítmicamente. Suspiré aliviada. Entonces vi mi imagen reflejada en el espejo: una menudencia morena, de mirada lunática, portando una enorme arma blanca. Confieso que de no haber sabido que era yo, habría muerto de miedo. En este caso la que casi muere de risa fue mi amiga cuando se lo conté al día siguiente, sobre todo cuando añadí el detalle crucial: subí sigilosa gracias a mis pies enfundados en zapatillas de rizo celeste made in Carrefour.
Ahora qué ya no puedo definirme como miedosa, me pregunto si el adjetivo valiente me pertenece, y también si,puesto que últimamente, estoy en modo escéptico, la influencia del romanticismo “corinesco” se ha perdido.
En camiseta y vaqueros, zapatillas, con las ventanas cerradas y la cadena echada, me pregunto a esta hora incierta del atardecer quien soy, pero como me he vuelto atrevida estoy dispuesta a descubrirlo.
No es que me apasione fregar los platos, pero como hay que hacerlo le pongo voluntad. Mi madre siempre decía que no era una tarea ingrata puesto que en verano te refrescabas , y en invierno entrabas en calor con el agua caliente. Siguiendo esta máxima disfruto del agua, a la temperatura adecuada según la estación, y creo mi propio baño de burbujas con ayuda de Fairy, que curiosamente significa hada en inglés (¡lo que culturiza youtube!).Pero hoy la tarea me resulto desagradable, y no por el gran número de cacerolas y platos que esperaban la caricia de mis manos, sino porque cada vez que sumergía las manos en el agua, una cierta desazón, y un ligero escozor, me hacían desear finalizar lo antes posible.
Descubrí qué pasaba cuando por fin puse el cartel de closed en la cocina, y ataqué al cuarto de baño ayudada por el famoso Don Limpio. Era pequeñita, apenas visible, pero ahí estaba justo en el nudillo del dedo índice. Una ampolla, producto de una quemadura de la que no fui consciente, se dedicaba a enviar señales de dolor a mi pobre cerebro. No eran agudas, ni terribles, simplemente incomodas; perolaampollita de las narices había logrado tocarme las idem.
Como soy filosofa de cacerolas extrapolé la situación doméstica al día a día, y no tardé en encontrar cierta similitud con mi vida, y probablemente otras muchas. Todos hemos sufrido pequeñas heridas de la que apenas somos conscientes, pero que nos marcan e influyen en el comportamiento diario: quemaduras de pasiones de arrasaron parte de quienes éramos, arañazos de ausencias y olvidos, golpes de desencanto y tristeza… Ahí están, invisibles, pero reales, enviando señales de aviso, y recordándonos cuán frágiles y vulnerables somos.
ENTRE ALGODONES (Alma)
Ayer compré algodón. No es el paquete de algodón hidrófilo que hay en todos los botiquines, fiel compañero de Betadine, gasas y tiritas. Este es un algodón frívolo, pero práctico, redondeado y plano, que ayuda a limpiar la cara noche y día.
¿Recordáis el anuncio de Tenn? “El algodón no engaña”. Es cierto. Por la noche tus ojos sin adornos te contemplan y te hacen preguntas, que a veces duele responder. Borras color, y pinturas que intentan ocultar cansancio, tristeza, apatía… Aparece tu rostro, limpio, exponiendo la piel frágil e imperfecta, con sus rojeces, pecas, y marcas. Ahí estamos, al otro lado del espejo, tal y como hemos llegado a ser a día de hoy.
El algodón sabe de nosotros. Nos acaricia suavemente, y nos tonifica. Después nutrimos, hidratamos, continuamos.
El otro algodón es mucho menos sutil. Va directo a la herida. Y, si es necesario,no duda en empaparse en un buenantiséptico.
Hay una expresión que se empleaen referencia ala gente que evita el dolor, y es que vive “envuelta en algodones”. No es cierto, el algodón, que no engaña, se limita a limpiar, y restaurar como puede las heridas que el oficio de vivir nos deja. Los algodones internos, no los venden en farmacia alguna, y vamos recolectándolos en brazos amigos, palabras amables, el calor de los afectos y, también, en el doloroso antiséptico del desencanto.
El algodón no engaña., tampoco cura, y no aisla lo suficiente.Pero si lo aplicas en las zonas adecuadas lograras que las armaduras que te protegen te rocen menos, y así es posible seguir caminando.