No fui niña de peluches. Tenía muñecas
de cara inexpresiva y vacíos ojos azules, pero jugar a ser
madre y las casitas nunca me interesó. Prefería inventar historias con las muñecas recortables, a las que imaginaba viendo como adultas independientes en
apartamentos que fabricaba con cajas de camisas.
Sin embargo anoche dormí con un
precioso búho de tela azul. Lo encontré sobre la cama el día de mi cumpleaños,
junto a una caja de bombones. Ese buhito se convirtió en un objeto especial en
el momento en que mi hijo menor, pensando en mí, lo eligió en una estantería de ToysRus. Se
produjo la magia de la alquimia y unos
trozos de tela cosidos se revistieron de afecto, convirtiéndose en recordatorio
del amor que recibo. Ahora, en las horas inciertas que preceden al sueño, me acompañará, como un blues cuyas notas han sido
escritas para mí, nana de hijo
a madre ahuyentadora de desalientos.
Afirmaba el personaje de una novela que
la realidad es una terrible alucinación que disuelve la bebida. Sin ser
abstemia -apenas bebo, a pesar de mis bromas hablando de mojitos o tinto de
verano (bien lo dice el refranero“Dime
de lo qué presumesy te
diré de lo qué careces")-, lo cierto es que ahogar mis penas en un
vaso no es lo mío y tampoco buscar la euforia del alcohol en vena. Mucho
decir que vuelo y que sueño, pero vivo a ras del suelo atrapada en lo que no sé
definir de otra manera que mundo real.
Hace tiempo que no me acercaba a la
pantalla así… desnuda en palabras y emociones. De hecho, últimamente he escrito
poco y leído mucho. Pero, como el asesino que siempre vuelve al lugar del
crimen, volví a ese mundo que me ofrece lianas para seguir avanzando y evita
que caiga en las arenas movedizas de la tristeza y los lodos del desanimo.
¿Habéis visto esas sillas abandonadas en
medio de una acera o junto a un contenedor? Son un elemento extraño, casi
onírico, en el paisaje urbano. Fuera del marco que las define, no parecen tener
mucho sentido. Curiosamente, horas antes esa silla dio cobijo a un cuerpo,
acompañó a una comida, escuchó conversaciones… El objeto fuera del conjunto del
que formaba parte cambia aún siendo el mismo. Así me siento tantas veces… extraña,
fuera de lugar, indefinida… Soy yo y, sin embargo, me cuesta sentirme alguien.
¿Qué necesito para vivir con cimientos?
No lo sé. Si esto fuese una tormenta de ideas, ahora mismo el cielo sería tan
azul como el que veo enmarcado en la ventana. Quiero una existencia mía,
un entorno hecho por y para mí, una seguridad que emane de mis poros, de mis
neuronas, de mis actos...
En medio de una supuesta madurez,
me siento tan perdida como una adolescente. He criado hijos, he cuidado
padres, he visto morir a seres queridos, he tenido amores y desamores, he
sufrido y he hecho daño en las batallas diarias de la vida… Pero sigo siendo
una recluta perdida en la selva, sin más bagaje que algunas certezas y cada vez
menos sueños.
Y, aunque me identifico con la patética
y absurda silla en medio de la acera, expuesta al sol, a las miradas y a la
indiferencia de las vidas ajenas, sigo escribiendo…
De estar viva, hoy mi hermana
cumpliría un año más. Bastaron 15 meses y ocho días para que parte de mi vida desapareciese, como
hicieron ella y mis padres. Aprendí que adiós
es más que una palabra y sentí la impotencia ante la irreversibilidad de la
muerte.
Cuando caes descubres que no
importa si no te levantas inmediatamente. Necesitas ese tiempo indefinido de
cuerpo a tierra, sentir la aspereza del
suelo en las mejillas o el cosquilleo de la vida escondida en la hierba. Puedes
cerrar los ojos y escuchar, o abrirlos y seguir el paso de las nubes. Lo único importante
es seguir respirando; ya llegará el tiempo de evaluar daños y tomar decisiones.
En algún momento a todos nos
sorprende una tormenta existencial. Nos abaten rayos, y el aguacero de la
desolación nos asoma en la mirada. Entonces recuperas el instinto primario que te
hacía protegerte aún en el vientre materno donde comenzaste a ser. Te abrazas,
y la vida sigue.
Nadie sabe de él, aunque nunca me
planteé mantenerlo en secreto; como tampoco pensé que esta aventura se
prolongaría más allá de un par de encuentros. No lo busqué; en ningún momento
imaginé estos encuentros robados a la rutina. Y mucho menos me habría creído
capaz de asumir este rol de amante distante y caprichosa, que accede o no al encuentro.
Porque lo curioso es que en ningún
momento de mi día a día lo anhelo, pienso en él o fantaseo con despertarle
algún tipo de afecto sentimental. Fuera de nuestros encuentros de pieles febriles, bocas hambrientas, y manos
enloquecidas por el deseo; mi amante, el hombre que recorre con avidez mi
cuerpo y descubre con maestría rincones y sensaciones que yo desconocía, no
existe en mi vida. No deseo saber nada de su pasado ni de su presente,
consciente que no tenemos futuro. Me halagan las confidencias que no le pido,
pero insiste en ofrecer, tal vez esperando la reciprocidad de las mías. El
deseo que leo en sus ojos, la locura de sus labios buscando, el vuelo de sus
manos arrancando mi ropa… acallan la razón y despiertan los sentidos, pero no
mis emociones.
Hacemos el amor con pasión y
ternura, amándonos en ese fragmento de tiempo en el que buscamos desembocar en el otro. Cuando llegan las
lentas caricias hijas del sosiego, el olor feliz de los cuerpos satisfechos y el dulce abandono reparador; me abraza y habla de cosas que raramente contamos
a otros. Pero, aunque mis brazos y mis labios siguen abiertos para él, yo me
alejo cerrando cuidadosamente la puerta del corazón.
(ÉL)
Hundo la nariz en la almohada
empapándome de su olor intentando hacerlo mío. ¡Qué distintos somos! En estos
momentos ella intenta borrar el mío. Escucho el sonido de la ducha, e imagino
como frota su cuerpo. Me niega. Fuera de estas paredes no existo. Si le preguntasen quién o qué soy
la respuesta sería diferente en función del lugar. Aquí, soy todo, su hombre,
su amor, su delirio según dice con esa voz ronca que me hace palpitar. Pero si
alguien nos viese por la calle me etiquetaría, indiferente, como un compañero de trabajo y ni
siquiera merecería el reconocimiento de amigo.
Miro el reloj. Dentro unos
minutos, limpia y ajena, depositará en mi boca el último beso antes de dibujar
los labios ausentes que caminaran con
ella las calles que no transitamos juntos. Y, como se consuela a un niño
enfurruñado, me regalará el caramelo de la palabra amor en la despedida
automática que precede al vacío que deja.
Hace
escasos minutos que he llegado a casa. El tiempo justo de bajar la basura,
contonearme ante la atenta mirada de uno de los parroquianos del Cielo Azul que
apoyado en el ventanal-barra auxiliar observaba mis glamurosos andares camino
del contenedor, y retornar a mi hogar dulce hogar.
Aquí
estoy, tomando una horchata bien fría - hoy,
no solo me gané el pan sino algo más y la otra opción (peligrosamente
tentadora) está en el congelador en un caja de Mágnum Chocolate Infinity-
repasando los acontecimientos de este día.
Pero,
si bien extraordinarios no son, si podríamos etiquetarlos de peculiares. Me
explico (o lo intento).
La
primera quincena de septiembre es para mí, laboralmente, criminal. La
funcionaria toma posesión de mi persona y yo, Jane, desaparezco entre los
papeles, la gente y los plazos. Mi vida en estas fechas es trabajo, vida
doméstica y personal en servicios mínimos.
Consciente
de la fortuna de tener un puesto de trabajo en los tiempos que corren intento
realizar mis funciones lo mejor que puedo y sé, y dejarme de vagar mentalmente
por esos mundos. Septiembre es tiempo de pies en la tierra, y el cuerpo
agradece el descanso de una cama sin sueños. Pero, como diría mi madre, lo que es de más hastala vergüenza es mala, y hoy yo me pasé
de cumplidora, teclea que teclea,
intentando finalizar un trabajo. Tan embebida estaba en mi labor que, a la hora
de marcharme. me encontré con la puerta cerrada. Por suerte oí vida en el
despacho de al lado, y afortunadamente vivimos en un pueblo donde rapidamente
localizas a quién tiene la llave salvadora. Una hora más tarde de lo previsto, zampaba
una pizza congelada en compañía de mi hijo. Y una hora después volvía a ese
despacho que empiezo a mirar con cariño masoquista y claustrofóbico.
Tecleando,
referenciando, imprimiendo… y escuchando las canciones que todos los días
repiten las emisoras de radio pasaron un par de horas cuando ¡oh cielos! un
aleteo distrajo mi quehacer. Un pájaro volaba cerca de mí. Un pájaro marrón,
grande y feo, que arrancó de mi poética
mente el siguiente pensamiento cargado de lirismo: “A que me caga en el pelo”.
Decidí darme prisa y salir pitando, aunque como mala del todo no soy, abrí las
ventanas para que el pobre animal volase hacía la libertad, y se olvidase de
mí. Pero él decidió quedarse muy quieto en la pared, comportamiento altamente
extraño en un pájaro, aunque no en un murciélago que es lo que resultó ser. Ahí
descubrí yo que, mira por dónde, no carezco de valor y sangre y fría, porque mi jefe confesó que le daba cierto
repelús, mientras que yo, en un absurdo arrebato de divismo, incluso accedí a
una foto para la posteridad, con gafas de sol, vampírica total.
Eran
las ocho de la tarde, quería terminar, imprimir, recoger e irme, y fue lo que
hice. Me daba pena el animal y no me hacía gracia la idea de encontrármelo
mañana de compañero de oficina, pero proseguí con lo mío, mientras uno de los
compañeros del otro despacho intentaba arrojar al murciélago draculín al
mundanal ruido, cosa que al fin logró.
De
vuelta a casa me detuve a comprar algo de fruta, y mi lado marujil no pudo evitar fijarse en el siguiente
anuncio:
Este curso…
(dibujo de bocadillo)
Bocadillos por whatsapp.
Cuando llegas…
… Ya lo tienes hecho.
Haciéndole una foto andaba para enviar por whatsapp cuando escuché
el móvil. El que mi grupo de amigas ha nombrado por unanimidad elhombremásrarodecuantosconocemos me preguntaba
si celebraba hoy mi onomástica (eso fue la palabra que empleó). Le aclaré que
no, recordándole que el día de mi santo tuvo a bien felicitarme y regalarme un
ramo de claveles reventones. Y fue entonces cuando me vino a la memoria que,
aquella mañana de agosto, al abrir la
puerta de mi piso un perrazo negro paseaba su amenazador porte por el rellano.
Perpleja me quedé y más cuando el can pretendió entrar en el ascensor conmigo.
Entonces la razón me dijo que era uno de los perros de la vecina del primero
que tiene varios guaus y miaus, pero hoy pensé que un animal precede siempre la
aparición de este hombre extraño incluso para mí. Por suerte no tiene barriga, no
entra en mis planes descubrir si posee corazón, y no hay peligro de que me atraiga. Y, aunque éste es uno de esos días en los que vendería mi alma
por un masaje en las cervicales, me apañaré colocando un cojín de Ikea bajo el
cuello, mientras hago zapping intentando buscar imágenes que me acompañen a ese
lugar blanco y tranquilo llamado nada donde descansar y, aunque pocas veces lo
recuerde, soñar.
Por
cierto, como no olvidé echar una loto, igual mañana soy rica.
No sé si tengo una especie de
impronta celular que, coincidiendo con el final del verano y el comienzo de otoño, me empuja a
acciones domésticas. Es como si yo fuese un ave que prepara su nido para pasar
el invierno.
Pero haga lo que haga, una de mis
constantes es tener algún libro (o varios) en danza.
Y para muestra, ahí van mi
lecturas agosteñas:
La señorita Dashwood (Elizabeth Taylor), auténtica novela
soporífera, estuvo conmigo muchas noches
estivales. Tiene 250 páginas y no fui capaz de leer más de 10 seguidas sin
quedarme frita. Alguien dijo de la autora que era la nueva Jane Austen. ¡Ay qué
ver cómo mienten los editores! Pero, extrayendo lo positivo – como aconsejarían los
gurús sicomprasmislibrosymehacescasoserás
feliz- es una novela recomendable para los insomnes. Mano de santo, oigan.
A otra princesa con ese cuento (Noe Martínez) fue el primer libro
que leí en mi recién adquirido ebook. Por suerte me salió gratis. Esta mujer
escribe y no cuenta nada, pero eso no es malo, lo peor es que pretende ser
graciosa, y como procede de la tele emplea los truquillos baratos de los
guionistas de baja estofa. La historia es una tontería que va de tres amigas bastante
pedorras: una maciza que pegó un braguetazo pero quiere de verdad a su maduro
marido, una uróloga que se lía con un médico joven que hace el MIR con ella (se
nota que la tal Noe veía Urgencias y Anatomía de Grey) y otra que se llama Filo
y es la metepatas gorda (típico
personaje supuestamente cómico de serie mala) que al final también encuentra un
apaño.
Por supuesto… ¡¡¡ lo borré !!!
Un asesinato literario
(Batya Gur) fue mi oportunidad de leer a
esta escritora. A menudo me tentaba comprar alguno de sus libros, pero
los publicaba Siruela y la editorial del hijo intelectual de la duquesa de Alba
es cara y nunca terminaba de decidirme. Mucho me alegré de mi prudencia cuando
fui leyendo la historia, que no estaba mal pero resultaba previsible. Descubrí
antes al asesino y el móvil que qué personajes eran femeninos o masculinos, no porque la autora
fuera ambigua al respecto sino por los nombres hebreos; por suerte el atractivo
y culto policía (estereotipo de novela negra) se llamaba Michael.
Tengo claro que no compraré los
libros de esta escritora (además la pobre no se beneficiaría de ello porque
murió), pero como los tengo descargados, posiblemente el tal Michael vuelva a
acompañarme en algún otro momento.
Curvas peligrosas (Susana
Hernández) fue el resultado de mi primera descarga de libros. Me hizo gracia el
título y me dije… venga. Os pongo de qué va: un asesino que parece un serial
killer pero luego no lo es, una policía lesbiana con problemas amorosos, una
abogada lesbiana que le tira los tejos, otra policía hetero, divorciada,
cruzando la barrera de los cuarenta sin amor y con una hija problemática.
La palabra que mejor le va a esta
novela es olvidable. De hecho la borré, y he tenido que buscar en google el
nombre de la autora para ponerla a parir por aquí.
La tienda y la vida ( Isabel
Sucunza) es el libro de una bloguera, pero por hacer la contra lo compré en
papel las navidades pasadas. La verdad es que disfruté leyéndolo, porque es
fresco y aporta reflexiones inteligentes (al menos a mí me lo parecieron). Me
acompañó un fin de semana de agosto, de fiestas locales, idas y venidas de
hijos, y logró disipar esa estúpida añoranza que aún me visita.
Otra vez domingo (Francisco
García Pavón) llegó a mis estantes en primavera cuando decidí saldar una deuda
pendiente con mi paisano y leer al sencillo y nada simple guardia civil Plinio. Este libro en concreto, es
divertido, inteligente, crítico… Se lee con una sonrisa perenne y las neuronas
bailan felices con las imágenes y reflexiones que el autor, en boca de los
personajes, nos deja. Voy a buscar el sombrero que me compré en la playa para
evitar las pecas y me lo quito y hago una reverencia (en serio).
El arte de besar en la boca (Kristin Harmel) era una apuesta segura
para leer en el tren. No me defraudó porque lo descargué intuyéndolo malo.
Chica abandonada por el novio, pierde empleo, pero (la suertuda) tiene una
amiga que vive en París y la invita a ir a verla (la prota vive en los Estados
Juntitos, en Texas o en un sitio así). En París tiene un éxito increíble con
los hombres y además encuentra un trabajo estupendo. Luego todo se lía y vuelve a los USA, pero al final la
historia termina bien y como la besan varias veces se queda con el que mejor lo
hace.
Lo borré sin el menor
remordimiento.
Y entonces sucedió algo maravilloso
(Sonia Laredo) lo empecé a leer en la estación de ferrocarril de Ávila.
Lo maravilloso fue que el tren llegó puntual, y lo bien que lo pasamos durante
el viaje. El libro no es nada del otro mundo. Una historia corrientucha de
mujer inteligente que deja su vida y encuentra un lugar la mar de bucólico
habitado por gentes buenísimas. En aquel remoto lugar conoce a un hombre que la
pone mirando a Cuenca cada vez que la ve y la deja embarazada. Hay frecuentes
referencias literarias, pero la mayoría resultan forzadas. Y como la escritora
quiere que sepamos que sabe mucho nos mete una mujer loca en plan Jane Eyre,
pero sin el encanto de la
Brontë.
Lo voy a borrar, porque por
suerte éste también lo descargué.
La señorita Milverton (Anne
Hocking) lo bajé muy ilusionada porque imaginé una historia entre policíaca y
humorística. Sonreí algo (poco) y descubrí enseguida la razón por la que morían los sobrinos de la señorita M. y quién
los envenenaba. No sé si es la traducción o la época en que fue escrita , pero
la novela es ñoñeta. Pero, como es cierto que de casi todos los libros se
aprende, ahora sé que no es conveniente que beba vino de ruibarbo, principalmente porque intuyo que debe estar
asqueroso (ya hice la prueba con el de cereza) y en la novela los que lo bebían
solían palmarla enseguida y con mucho sufrir por no sé que ácido que les
echaban en las copas.
Creo que lo voy a borrar.
Las manos más hermosas de Delhi
(Mikael Bergstrand) lo compré un día que iba al médico y me metí en el
Corte Inglés a hacer tiempo. Así descubrí una historia tierna, cercana, optimista
y llena de vida.
Se lo he recomendado a todos mis
amigos, y pienso prestarlo a las personas que aman tanto los libros, que los
cuidan y devuelven.
Ahora ando leyendo La vida y la muerte me están desgastando
de Mo Yan, y eso sí es LITERATURA.
El viernes subí la maleta violeta
al trastero. En una novela quedaría bien decir “desván”, pero en la vida tenemos trasteros donde acumulamos objetos que hablan del tiempo que una vez
compartieron con nosotros. Mi maleta estará allí hasta nueva orden, dispuesta
para acompañarme sin preguntar el destino, a la espera de poder rodar por calles desconocidas y respirar otros lugares. Pero de momento aquí estamos, ella en el trastero, y yo con pijama de verano y taza de café
tecleando una vez más.
Se me ocurre que hoy soy la imagen
estereotipo del final de las vacaciones. Miro el reloj y, aunque ya han pasado
las primeras 12 horas de este uno de septiembre, aún no me he tomado la molestia de vestirme y voy en pijama. Me dejo
envolver en la dulzura de unas últimas horas sin más obligaciones que las que
impone el cuerpo. Me muevo con lentitud, saboreando un café. No hay prisa.
Mañana la alarma marcará el comienzo de una jornada distinta, me espera una
mesa de trabajo desbordada, un calendario que cumplir, y se esboza un otoño que
sin duda me sorprenderá.
Pero hoy…, mientras la maleta
violeta cuenta sus últimas escapadas a los otros ocupantes del trastero, bebo mi café sin prisa, a sorbos y en pijama.