Esta mañana el espejo me
sorprendió con el reflejo de una imagen en la que difícilmente me reconocía.
Una asume sus ojeras, su pelo despeinado, su palidez matutina, en cuanto a lo
demás… bueno uno termina acostumbrándose a casi todo.
La verdad es que yo siempre deseé
tener unos labios carnosos, exuberantes, provocadores… Hubiese querido ser la
poseedora de una de esas bocas cuyo dibujo inflama deseo y acelera las
pulsaciones cardíacas, pero me quedé en sonriente y dicharachera.
Sin embargo hoy… Hoy tengo los
labios angelinos que no angelicales. Me duelen por la inflamación, consecuencia
de las décimas de fiebre que me dejó la gripe de la semana pasada. Mi boca asemeja a esas que mi padre aseguraba “dan un bocao a un tejao y hacen un cine de
verano” y, de ser un personaje de viñeta, sería una de esa mujeres con
morritos que salen en las historias que en El Jueves nos deja el profesor
Cojonciano.
Me miro convertida en la reina
del botox por un día y me aplico la pomada que acabo de comprar en la farmacia.
Y es que si alguien cantaba eso de “me duele la cara de ser tan guapo” a mí me
duelen los labios de Angelina… ¡jolín!. Pero… ¡qué sexy me siento!
Hace poco menos de un año, como
parte de mi autoterapia de desenamoramiento me compré todas las temporadas de
Sexo en Nueva York. Aunque aún no he visto todos los episiodios- el tratamiento, en el que
fueron determinantes los amigos, funcionó-, sí llegué a la tercera temporada. Recuerdo
que, al final de uno de los capítulos, Carrie (que se había preguntado durante
todos los minutos que duraba el mismo si hombres y mujeres procedíamos de
distintos planetas) afirmaba que lo que era totalmente cierto es que vivíamos
en distinto distrito postal.
Esto viene a colación porque
una de mis mejores amigas envió un sms del que no tuvo respuesta y, muy
enfadada, reprochó al destinatario su descortesía. Cuando lo contaba yo recordé
a algún que otro varón que un día desapareció de mi entorno sin más. Podría
hacer el chiste fácil con uno de ellos de que fue a comprar tabaco, pero la
verdad es que no me interesa saber qué puede suceder para que un supuesto amigo
deje de dirigirte la palabra. Los misterios me gustan en las novelas, en la
vida real prefiero la transparencia.
Los seres humanos me parecen
maravillosamente imprevisibles. Me gusta la capacidad de sorpresa e incluso el
desconcierto… Pero eso no tiene nada que ver con la falta de fiabilidad. Por
eso siempre me ha parecido tonta la pregunta que a veces he visto escrita en un
libro, un correo o un mensaje: “¿Te acuerdas de mí?” Vamos a ver… si me acuerdo
de ti te lo voy a demostrar, si no digo nada… pon esta frase, entre cursi y
solemne, pero cierta que alguien me dijo: “El silencio es un adiós infinito”.
¿Piensan los hombres de otra
forma? ¿Creen que el silencio solo es un tiempo sin palabras? Tal vez su
respuesta sea diferente a lo que nosotras creemos. De hecho no conozco mujeres
que tiren de la famosa agenda de ex algo que suele salir en las películas y en
la vida real. Y digo bien, en la vida real; como muestra la siguiente anécdota
totalmente veraz:
Cuando yo tenía diecisiete años
frecuentaba un grupo de amigos, la típica pandilla… Dentro de esta pandilla
surgieron amores, desamores y amistades con distintas intensidades. Una de esas
amistades tibias fue la mía con Rafa, un chico tan agradable como aburrido a
mis ojos. Solo recuerdo haber pasado una tarde de domingo a solas con él,
cuando el resto de la gente estaba en la playa o en el campo, y también que
suspiré aliviada al llegar a casa y no fue por quitarme los zapatos jajaja ja. No
hubo más. Pasó el tiempo. Conocí al que fue mi marido. Cambié de ciudad. Me casé.
Tuve un hijo… Y, aproximadamente cinco años después, una tarde sonó el teléfono
en casa de mis padres. Casualmente ese fin de semana yo estaba allí y, azares
de la vida, fui quien respondió:
-Diga (fórmula de respuesta estándar en los teléfonos
fijos sin identificador de llamada).
-Hola… ¿Está Ángela?
-Sí, soy yo. ¿Quién es?
-Soy Rafa.
Tengo una memoria excelente.
Repasé los Rafas que conocía: el marido de una prima, el sobrino de mi hermano…
Nadie más.
-Perdona… no caigo.
-Rafa, el amigo de Ricardo y de Miguel, de la pandilla
de Trios.
-Ah, ya sé quién eres. ¿Cómo estás?
-Bien… ¿Te apetece tomar un café?
Me quedé de piedra. Cinco años
después un tipo que pasó de puntillas por mi vida, alguien con quien apenas
tuve contacto, había encontrado mi número y -muy desesperado debía estar- había
probado suerte.
-Lo siento, pero no podrá ser.
-¿Y otro día?
-Verás… Ya no vivo en Albacete. Ha sido una verdadera
casualidad que estuviese hoy en casa de mis padres.
-¿Dónde vives?
-En Murcia. Me casé y tengo un hijo.
-Ah, vale. Adiós.
Colgamos. Imagino que él marcó el
siguiente número de su vieja agenda y yo supongo que fui a cambiar un pañal,
dar un biberón o alguna otra tarea de mi vida de entonces.
Y ahora, en modo Carrie, afirmo:
El mito de la agenda de los
hombres es real.
Ahorra tiempo… no preguntes nunca
“¿Te acuerdas de mí?" Si no te ha dicho nada, estás en las últimas páginas de su
preciosa agenda.
En el pueblo de mis padres no
sólo se encalan las fachadas, se pintan las rejas, se hacen cestos de pleita, y
las mujeres bordan y son maestras en el arte del ganchillo (macramé en argot
pijo). Allí además se tunean, customizan o personalizan, como queráis llamarlo,
los nombres propios. El nombre de Maravillas se transforma en Maravas, Cayetano
se condensa en un Cayato lleno de fuerza, los Franciscos son Franchos, algún
Olegario suelto se queda con Olega (sin perder la alegría del inicio del
nombre), el clásico Alejandro se convierte en un plebeyo Alejo y, por supuesto,
algún Antonio que otro se conoce como Antón.
En ese lugar de La Mancha, se pierde el
sexismo de los nombres. Más de un varón es bautizado como Loreto, en honor a la
patrona del pueblo, y alguna que otra jovenzuela fue llamada Práxedes, aunque
siempre se la conoció como la Plaxedes.
Las buenas gentes del lugar, no
hacen distinciones, y así los vástagos de la familia adinerada del pueblo, los
“señoritos”, propietarios de tierras pero nunca de vidas, son conocidos como “La Yayo” y “el Queridete”,
nombres mucho más originales que los vulgares Rosario y Luis.
No sólo se personalizan nombres.
Aquí es frecuente el apodo, que suele heredarse como un titulo nobiliario.
Mariano el de Mondriegas, Paco Regalao, José el de Camisones, Juan Pericata…
Todos se conocen sin tener que mirar los datos del D.N.I. Uno pertenece al
lugar, y dentro de él a una familia en concreto: los Lucíos, las del Molino,
los de Zana, el panadero… Yo misma, que no nací allí, pero que ellos reconocen
como suya soy “la pequeña de Pedro el del Curro y Pilar la de Olegario”.
Llevo más de veinte años viviendo
en lugares que, sin ser extraños, si me resultan ajenos, y en los cuales
siempre seré forastera. La vida es aprendizaje, pero os puedo decir algo: Me
sigue resultando muy difícil vivir sin raíces.
No
pude evitar sonreír al ver escrito el nombre de la calle: “Paraíso”. Pensé que
debe ser hermoso dar la dirección y emplear esa palabra. Igualmente me parece
terrible vivir en la calle Amargura. Yo conocí a un chico de Zamora que vivía
en esa calle. Coincidimos en un viaje de estudios y durante un par de años
mantuvimos una amistad epistolar. Siempre que escribía su dirección imaginaba el paisaje urbano que acompañaría aquel lugar de nombre rotundo y seco. Mi sitio, en aquella época, lo enmarcaban edificios sin
estética alineados en torno a una vía con el nombre de un señor familiarmente
desconocido: Luis Badía.
La
mente asocia ideas y el recuerdo de aquella donde viví trece años me llevó a
las otras calles de mi vida. Mis primeros años crecieron en la calle del Papa
Borgia, Alejandro VI. Zona de casas humildes con gentes recién llegadas del campo
en busca de trabajo y futuro. Es poco lo que recuerdo de aquel tiempo, nombres
de vecinos que eran más familiares que los parientes del pueblo, la radio en la
que mi madre escuchaba novelones, la habitación estrecha, compartida con mi
hermana, con la pared llena de postales de cantantes y actores de cine…
Los
trece años en Luis Badía fueron mi paso de la niñez a la adolescencia. La niña
tranquila se transformó en una adolescente solitaria y huraña que buscaba
refugio en los libros hasta que un día comprendió que no bastaba con leer e
imaginar, que necesitaba vivir, que las letras no eran suficiente material para
cimentar una vida… Curiosamente, fue un
libro el que me empujó a buscar hojas en los parques, risas en la vida y
miradas en el mundo real. Era un domingo de julio, leía “El Jarama”, y me sentía
desolada con esa intensidad que solo se da a los quince años.
Mi
última vivienda en la ciudad del llano estaba situada en una calle cortita y
transitada, con nombre de concejal local. Aquella fue la dirección de cartas de
amor casi diarias, hijas de un tiempo en el que la distancia era el combustible
que avivaba el fuego de los encuentros.
La
vida, de la mano del amor y el trabajo, me llevó a la ciudad huertana de
otoños dulces, cortos inviernos de humedad concentrada, primaveras precoces y
veranos infernales. Allí, en la calle Vinadell –he mirado en google y no sé cuál
es origen del nombre-, me establecí de recién casada, allí esperé a mi
primer hijo, allí volví a sentir el vértigo del abismo tan cerca de mi camino…
Hay
lugares que nunca hacemos nuestros. Eso sucedió con mi siguiente casa, un
bonito adosado en un pueblo de la huerta murciana. Nunca me gustó el lugar. La luz no bastaba
para dar calor y la chimenea funcionaba tan mal que nunca dió calor a nuestras
noches. Loma larga era el nombre de la calle donde, más que vivir, sobreviví.
Un
traslado más a una ciudad pequeña o pueblo grande; este mismo lugar desde donde
hoy escribo. Nos instalamos en un piso alquilado para un año, sin buscar mucho.
Solo se trataba de encontrar un lugar paréntesis que se alargó cinco años
viviendo en la calle Valencia. Aquel lugar sin expectativas se convirtió en la
casa de una madre joven con dos niños, enmarcando un tiempo de rutina
reconfortante al abrigo de la conformidad.
Recuerdo
haber pensado mirando la amplia cocina llena de luz con olor a madera de mi penúltimo
hogar que aquel era el sueño de cualquier mujer. Y también que me pregunté por
qué no era el mío, y que intenté que aquella vivienda fuese hogar. Adorné las
escaleras en Navidad, cociné cada mañana, leí cuentos a mis hijos, abracé cada
noche al que consideraba mi compañero, lloré mis pérdidas… Y un día, cerré la
puerta de la calle con nombre de poeta archenero, para seguir caminando, o
simplemente quedarme quieta, en mi propio lugar.
Y hoy,
por primera vez desde que dejé de ser niña, en esta calle con nombre de pintor
de realidades luminosas y oscuras pesadillas, siento que estoy en mi hogar.
Os voy a contar un secreto: Las
hadas no saben que lo son, porque no existen hasta que alguien cree en ellas.
Esta es la historia de un hada
que no sabía que lo era, un rey desconocido y un reino en las montañas.
Perdido entre las montañas había
un lugar especial, un reino remoto que pocos conocían. En realidad, no lo
conocía nadie, solo el único habitante y rey del lugar. A él le gustaba la
soledad de su entorno. Encontraba algo parecido a la paz recorriendo sus amadas
montañas mientras gritaba al viento cuanto le pasaba por la mente. Al
anochecer regresaba a la morada de piedra que constituía su castillo. En invierno encendía un buen fuego y el crepitar de las llamas acompañaba su
silencio. En verano contemplaba las estrellas sin ponerles nombre ni buscar
respuestas; simplemente las miraba, sintiéndose pequeño y grande a la vez.
El rey, amante de la calma y la
independencia, había aprendido a vivir sin anhelar compañía,
aunque su corazón generoso jamás negaba cobijo a quienes llamaban a su puerta.
Y eso fue lo que pasó... Ella llegó una noche y preguntó si podía descansar un rato. El rey señaló
una silla junto al fuego, y la mujer tomó asiento. Por experiencia, él sabía
que había caminantes a los que les gustaba hablar después de largas jornadas a solas. Aquella criatura pertenecía a ese grupo, y parloteó de mil
cosas, mientras el rey hacía acopio de toda su real paciencia para no pedirle
que se callase de una vez.
Quizás lo habría hecho sino
hubiese sido por un quiebro en la voz, seguido de un silencio. Las palabras
habían cesado y lágrimas silenciosas recorrían sus mejillas. El rey la contempló sin saber qué
decir para consolarla, pues desconocía la causa de su pena. Fue entonces cuando una luz diferente la iluminó, y
comprendió que era un hada. Ahí radicaba el problema. Las mujeres-hadas no
pueden vivir las vidas cotidianas que creen corresponderles. Las alas, que crecen hacia dentro, hieren, y el corazón bombea demasiado rápido las mil emociones
que perciben a cada momento.
-Eres un hada –afirmó el rey.
-¿Yo? Te equivocas, solo soy una mujer –dijo ella.-
¿Acaso tu eres un rey?
-Lo soy.
-¿Y cuál es tu reino? –preguntó repentinamente
interesada (porque amigos míos, las hadas son terriblemente curiosas e
inquisitivas).
-Este que ves.
Ella miró aquel lugar austero y tranquilo donde se respiraba placidez. Sonriendo, dijo:
-Me gusta tu reino. ¿Puedo visitarte alguna vez?
-Siempre que lo desees.
Volvió. Le gustaba hablar con el
rey, que insistía en llamarla hada. Descubrió que no había perdido la risa, y la
unió a la de él. Una noche le hizo una petición.
-¿Me das la plaza de hada oficial del reino?
El rey se levantó y buscó un
papel donde hizo constar su nombramiento como hada protectora del lugar. Cuando se lo entregó,
ella lo rompió sin leerlo y las palabras volaron como mariposas blancas.
-No necesito documentos, rey. Para ser tu hada solo es preciso que desees que lo sea.
-Lo deseo.
Se miraron. Ella no tenía
alas ni luz alrededor de su cuerpo y él no tenía corona ni ornamentos; pero eran aquello que el uno veía en el otro, reales dentro de la fantasía compartida.
Dicen que los cuentos de hadas no
existen, pero yo acabo de contaros uno.
Dicen que los reinos perdidos, donde
uno se siente libre y feliz, son utópicos, pero todos deseamos y necesitamos
alguna vez creer en ellos.
Y os aseguro que, perdido en las montañas, hay un reino con un castillo, un rey y un hada.