Quién soy

En un mundo imperfecto, yo no soy la excepción

martes, 28 de mayo de 2013

Pelirrojofobia

Para Auroratris que preguntó por qué.

Hace mucho tiempo lo conté así:



Tengo un cortejador.


Su galanteo es peculiar. Una vez por semana llama a mi puerta y, cargado de las frutas y verduras que cultiva en sus ratos de ocio, y deposita su ofrenda ante mí, como si fuese una deidad pagana.


Yo, imbuida en mi papel de diosa, acepto su ofrenda impasible y apenas otorgo al pobre mortal un “gracias” de compromiso.


No es que yo sea desagradecida. Es que mi cortejador es pelirrojo, y desde que tengo memoria siempre he sentido una curiosa mezcla de aversión y miedo por los hombres pelirrojos.


Mil veces me he preguntado el por qué de esta absurda fobia discriminatoria. Hoy, gracias a un ejercicio de intensa “introspective” –que dirían mis paisanos de “Muchachada Nui”-, conozco el origen de mi pelirrojofobia.


Las culpables fueron Iglesia y Política, encarnadas en las simpáticas monjitas del colegio de mi primera infancia. Tarde tras tarde, mientras nos enseñaban labores del hogar de lo más útiles como vainica sencilla y doble, punto de cruz (petit point en francés) y punto yugoeslavo -la democrática artesanía no conocía fronteras ni telones de acero-, las “hermanas” amenizaban nuestro tedioso aprendizaje leyéndonos historias de héroes “nacionales”. Como encarnación del mal, en aquellas historias aparecía frecuentemente una raza de hombres sanguinarios, jauría de bestias ávidas de destrucción que a su paso sembraban el caos y el terror. Estos hombres eran conocidos genéricamente como “los rojos”.


Únase a la ingenuidad de mis pocos años una imaginación desbordante y el cóctel está servido.


¡Ay! ¿Quién sabe si traumatizada no dejé escapar un príncipe azul de rojos cabellos, o un pelirrojo aventurero loco con el que dar la vuelta al mundo como Phileas Fogg? Y lo peor… Nunca he podido apreciar el “savoir faire” del impasible Horatio Caine en CSI Miami.


No me gusta que me manipulen. Ahora que conozco la raíz del mal haré terapia de choque. De hecho, e
stoy planteándome en serio introducir cambios en mi vida. El premio sería convertirme en Miss Ordenada. Seré la reina de los tuperware que siempre tienen tapa, la ropa en orden casi alfabético, y mis zapatos dejaran de comadrear y habitaran,  eso si por parejas, en sus respectivas cajas. No creáis que esto me va a resultar fácil, porque soy caótica, anárquica, y ciudadana de Entropía desde que llegué a este mundo. Pero lo voy a intentar, puesto que según la vox populi y las voces de los gurús de la autoayuda, un entorno ordenado contribuye a un interior en paz y seguro de sí.


Ese es el primer cambio. Difícil, pero no imposible. El otro por el contrario supondría romper muchas barreras interiores, porque consistiría en dar una oportunidad a mi pelirrojo enamorado.


Este buen hombre, vaya usted a saber por qué, un día se fijó en mí, y no desaprovecha la ocasión de insinuar la posibilidad de salir juntos alguna vez y tomar un café.  Como de ángel sólo tengo el nombre, acepto las vegetales ofrendas, y rechazo los intentos de acercamiento, aunque intuyo que conllevan honestas intenciones.



No me gustan los pelirrojos. Lo he proclamado a los cuatro vientos, e incluso he hecho un análisis pseudocientífico del porqué. Pero esta tarde mis certidumbres han temblado, cuando  ha llamado a la puerta mi pelirrojo, alegre y luminoso, resplandeciente la cabellera y la camisa naranja (uno de estos días me tengo que poner gafas de sol porque me deslumbra). Traía, como siempre, algo para mí. La semana pasada llenó mi despensa de pimientos, cebollas, y albaricoques. Hoy enriquecían mi menú melocotones,  y una coliflor que rechacé (“pobre pero delicá” decía mi madre). 


Verdaderamente este hombre se preocupa por mí. Tentada estoy de acceder a un amistoso café. Sin embargo, como las  personas buenas y generosas se merecen lo mejor, más vale que siga en mi línea arisca, ya que para un pelirrojo de tierno corazón, una morena lunática, como yo, podría ser lo peor.










domingo, 26 de mayo de 2013

Amor contracorriente

Bigfordriver era una pequeña población situada junto a un río. Tenía escuela, banco, cárcel, oficina de correos, taberna, funeraria y un floreciente aserradero propiedad de Jimmy el pelirrojo.

Un ferry semanal unía el Bigfordriver con la ciudad, y dos veces al mes Jimmy el pelirrojo lo tomaba. En la ciudad cerraba tratos, bebía vodka, y visitaba la biblioteca devolviendo los libros prestados y solicitando otros.

Aunque ella más tarde le confirmó que sí se habían visto, él no recordaba haber encontrado en el ferry anteriormente a aquella mujercita pequeña cargada de paquetes, que subió dos paradas después que él. Si aquel día se fijo en ella fue por la jaula que llevaba, y que le pidió que sujetase.

-Gracias –le dijo con una voz suave de notas infantiles con acordes de mujer.

Volvió a verla al atardecer. Él fumaba siguiendo con la mirada el movimiento del agua. Pasaban cerca de una isleta llena de vegetación.  Oyó un movimiento cercano. La mujercita de la jaula estaba allí y, para sorpresa de Jimmy, la abrió liberando un pájaro que escapó sin dudar ni un momento.

-Bonito gesto –comentó Jimmy.
-La libertad es bonita –replicó ella.

Fue entonces cuando la vio por primera vez, envuelta en la luz del atardecer de verano.

Dos semanas más tarde esperó verla en su parada, y así fue. Esta vez no llevaba jaula alguna. Jimmy levantó su sombrero, y se lo hizo ver.

-¿Hoy no liberará a ninguna criatura? –le preguntó.
Unos ojos avellana, salpicados de verde, se clavaron en los suyos.
-Tal vez debería liberarme yo, pero no sé nadar –fue la sorprendente respuesta.

Fumar aquel atardecer fue una excusa. La esperaba, y llegó. Se acodó a su lado contemplando las aguas. Jimmy se sintió a gusto con la desconocida. Le llegaba su perfume, y también su voz. Le dijo su nombre Anne Rose, y que cada  dos semanas visitaba su tía en la ciudad. Él se presentó a su vez, le dijo su nombre,  y su profesión.

Dos veces al mes, se encontraban. Un día hablaron de libros. Jimmy buscaba en la obra de grandes pensadores instrucciones para vivir. Ella leía novelas de amor, y soñaba hacerlas realidad. Ambos tenían otra vida de la que nunca hablaban.

El día que Anne Rose no cogió el ferry como estaba previsto, Jimmy comprendió que estaba enamorado de ella. No pudo concentrarse en los negocios. No encontró lecturas en la biblioteca que pudiesen calmar el corazón efervescente. Esperó al próximo viaje con la ansiedad de un adolescente desbocado. Entonces la vio llegar. Subió tan cargada de paquetes como siempre, y le entregó uno a él.

-Son cartas –le dijo.- Te escribí una cada día. Quiero que las leas luego, cuando no estemos juntos.

Aquel atardecer brotaron las palabras calladas durante mucho tiempo. Cuando el ferry atracó, ella le dijo:

-Si algún día te mueres por estar conmigo ¿me lo dirás?
-Sí.


Cuando Jimmy la contempló alejándose entre la multitud comprendió que aquel era el día. No dijo nada. No la llamó. Se dejó morir, esperando volver a la vida dos semanas después, cuando ella se acodase a su lado al atardecer.



viernes, 24 de mayo de 2013

Letras rojas en horas negras

Cuando la vio,  entre un montón de enseres que se amontaban en el puesto del mercadillo, comprendió que era la señal que esperaba. Tantos años dando tumbos, probando vidas, intentando formar parte de algo, y ella era la clave. Sintió la misma emoción que a los trece años,  cuando sus manos la rozaron por primera vez.

- ¿Le gusta? Es una pieza de museo, amigo. Aproveche la ganga –el viejo vendedor  había descubierto la emoción del deseo  en sus ojos, y sabía que habría negocio.

No necesitó convencerlo. Era idéntica a la Olivetti Lettrera 32 color verde de sus trece años. Ella encerraba la capsula del tiempo de aquel verano, cuando él se soñaba escritor cada tarde, y con dos dedos emborronaba una cuartilla tras otra relatando las delirantes aventuras de Martin Holmes. Ese era su personaje, su alter ego, un detective californiano, como los de los telefilmes de la televisión, que bebía whisky, fumaba constantemente, y se enamoraba invariablemente de la mujer equivocada.

Llegó a casa con el corazón acelerado. Depositó la vieja máquina de escribir sobre la mesa de la cocina. Puso una cafetera.  Tenía cuarenta y dos años, vivía solo y se sentía desencantado;  pero también era un adolescente de trece, que imaginaba aventuras constantemente.  Tanteó las teclas. La ese no bajaba lo suficiente, y la cinta bicolor estaba gastada en la parte negra. Comenzó a escribir en rojo:

“Aquella tarde de mayo Martin Holmes leía el periódico de la tarde, cuando ella llamó a la puerta del despacho. El ruido de sus pasos la precedía, y su perfume anunciaba lo que comprendió nada más verla. Aquella mujer de rostro angelical y cuerpo de proporciones diabólicas, era sinónimo de problemas”.

El tac tac de la vieja máquina acompañaba al toc toc de un corazón rejuvenecido. El aspirante a escritor sonreía, mientras Martin Holmes aceptaba el encargo,  aparentemente sencillo, de la enigmática y fascinante Susan Acker.



miércoles, 22 de mayo de 2013

Viaje al norte


Cada uno tiene un norte y unas necesidades;
es cuestión de averiguarlo


Poner rumbo al norte es diferente;
es viajar al mundo de la razón pura.
El corazón en el norte se hiela,
por eso llevas poco en el equipaje.


Son maletas difíciles de hacer.
Qué guardas para el regreso.
Qué abandonas.
Qué llevas.



Mañana me levantaré frívola de nuevo.
Me pondré un vestido sin cremalleras ni botones,
jugandómela con cruzado mágico de telas
y taconearé convencida por la primavera.


Pero esta noche
preparo las maletas al norte.






viernes, 17 de mayo de 2013

Belle de jour

Era lunes, por eso Blanca estaba allí. Todos los lunes, miércoles y jueves, desde hacia  dos meses, llamaba al timbre de aquella puerta. Y todos los lunes, miércoles y jueves, él la abría, sin sonrisa en los labios, pero con fuego en los ojos.


Ella no dejaba de preguntarse el resto de la semana por qué iba a verlo. Se recriminaba por ello. Se prometía no volver, pero cada lunes, miércoles y jueves, acudía puntual a aquella cita, extraña y adictiva, que durante dos horas la convertía en otra.


Esa era la respuesta, se decía Blanca. Aquella tarde de octubre, cuando quedó atrapada durante cuatro horas en el ascensor con un desconocido, salió a la superficie una mujer desconocida que ella ignoraba. Recordaba la sensación de claustrofobia, el calor, el miedo al encierro. Un sábado por la tarde, un edificio semivacío, y aquel hombre. Ella había intentado entablar una conversación que él abortó con monosílabos. Luego vino el silencio, el desasosiego, la sensación  casi física de aquella mirada que la recorría. ¿Cómo se encontró atrapada en un abrazo intenso envuelta en espirales de deseo y la condujo a un placer que nunca había imaginado? Tal vez fue la angustia, que comenzaba a sentir y  se escapó en el sollozo que él atrapó con sus labios. Emergió otra mujer con las primeras caricias. Una hecha de fuego y de miel,  con los sentidos despiertos, y un cuerpo palpitante ávido de darse y dar. Más tarde,  buscaría  en los ojos del desconocido la pista a seguir. Encontró una mirada oscura, cerrada y ajena; pero recogió la tarjeta sin nombre, donde  sólo figuraba una dirección, que él le entregó al decirle:

-         Te espero el lunes, a las cinco de la tarde.


Pensó no ir. Ella no era mujer de aventuras, y menos como aquella, una historia de sexo sin más. Pero después de dos noches de insomnio y dudas, el lunes llamó a aquella puerta, y abrió su cuerpo.


Al principio  intentó saber de aquel hombre, quiso conocerlo y que la conociese.

-         No me interesa –fue cuanto dijo él.


Y así comenzó aquella relación sin más palabras que un saludo, alguna frase suelta, y el intercambio de dos nombres.


Aquel último lunes cuando se abrazaron al encontrarse, ella percibió algo nuevo. Un gesto leve y tierno, la suavidad del  roce de sus manos en el pelo y en la cara,  la sonrisa que afloró en aquella boca que ella tan bien conocía, o la dulce presión con que abrazaba su cintura. Después de las caricias, los besos, la pasión, y la locura de un vuelo sin otro destino que dejar de ser y flotar, él comenzó a hablar. Al nombre, siguió el comienzo de una historia, y comenzó a asomar el hombre. Pero ella cerró los oídos, y acalló los labios. No quería conocerlo, porque ya no esperaba amarlo.




miércoles, 15 de mayo de 2013

Hoy, mujer de rojo

Después de una de esas noches en las que el sueño y el reloj se esquivan, desperté con el ánimo tan arrugado como una camisa de lino. Abro el balcón y descubro una mañana primaveral, por más que la meteorología se empeñe en jugar con granizos y lluvias. A fin de cuentas es primavera y, en ella, todo cabe.

El problema de estos días para una frívola como yo es decidir qué ponerse. Mi madre llamaba a estas fechas de cambio de estación “tiempo de disfraces”. Una jornada que derivaba calurosa te podía pillar vestida de enero, o bien un día fresquito te iba a hacer recordar su famosa frase –que como el onkagua tarzanero servía pa to, y en este caso para recomendarte llevar chaqueta- “vale más un por si acaso que un quién pensara”.

Abro el armario, caótico y democrático en estas fechas de convivencia obligada entre distintas prendas de diferentes texturas. Podría optar por la discreción de un vestido a rayas blancas y negras cual cebra de la sabana. Pero recuerdo algo que leí ayer y cambio de opinión.

Como la mayoría, al abrir el correo echo un vistazo a las noticias que aparecen en pantalla. Y allí estaba…, la fabulosa y deseada Angelina Jolie comunicaba al mundo sus miedos y su decisión de recurrir a la cirugía para evitar el riesgo de sufrir el posible cáncer que la genética, que tanto le otorgó, amenazaba con hacerle llegar.

Es bueno que existan opciones. No tener elección es perder maravillosa la libertad de acertar o equivocarse. Por eso,  aparcando reflexiones pseudo profundas, volviendo a la más absoluta de las banalidades me replanteo con qué vestido cubrir mi cuerpo, posiblemente tan amenazado como el de la Jolie pero felizmente ignorante. Decido que, ya que mis flores favoritas son las amapolas, estallido de color y vida en los rincones rompiendo grises asfaltos, embelleciendo yermos o acompañando verdes campos primaverales, mimetizarme con ellas y vestirme de rojo.

Mi perversa memoria me recuerda que la última vez que me puse este vestido un chaparrón (esencia de agua de mayo) me dejó como recién salida de la ducha y sin albornoz. Pero también recuerdo como me gustó sentir la lluvia recorriendo mi cara, deslizarse por mis brazos, el embriagador olor de la tierra mojada y…

Evidentemente llevo el vestido rojo. Si llueve ya veré si bailo como Gene Kelly por calles mojadas, canto para que llueva más o, en modo razonable, me refugio bajo un paraguas.

Tengo opciones y la libertad  de vivirlas.



lunes, 13 de mayo de 2013

La derrota de Pigmalión


Había querido modificarla desde que la vio. Fantaseó como serían sus ojos con otro color, el pelo con un peinado distinto, su cuerpo vestido con la ropa adecuada… La miraba y no la veía, sino que proyectaba la imagen que deseaba.

Se tomó su tiempo para transformarla. Inició la metamorfosis poco a poco. Disfrutaba del proceso de cambio. Le satisfacía comprobar los resultados. Ahora su pelo brillaba sedoso, el azul de sus ojos era tan puro como el de un cielo de primavera y un suave rubor le cubría las mejillas… Eligió su ropa estudiando sus formas y calzó con cuidado sus pequeños y delicados pies… Pero al contemplar el resultado final de su obra un extraño vacío le invadió. La vieja muñeca ajada por  la vida,  que tanto le había atraído en el bazar, ahora era solo un hermoso objeto que colocaría en la vitrina junto a las otras.



miércoles, 8 de mayo de 2013

Summertime


Siento que ésta es la primera noche de verano.

De vuelta a casa el aire calido me acaricia  las piernas al fin desnudas, mientras  los pies saludan al mundo sobre las primeras sandalias de la temporada. Todo habla de cambio en  esta noche del sur; incluso mi caminar, tan diferente al de hace un año.

La vida asomada a la calle, gente que pasea, las voces flotando en la atmósfera del verano intuido...Todo me recuerda las historias que yo enmarcaba en ventanas imaginarias sobre existencias ajenas, cuando me dolía tanto mirar la mía.

Llego a casa y, curiosamente, me reconforta el silencio, el espacio propio, la cena frugal que consumo pensativa y nostálgica.

Y busco la compañía de la voz personal de una mujer solitaria, distinta y frágil que, nota a nota, se desgarró en emociones.





lunes, 6 de mayo de 2013

SERENDIPIA

Hace mucho tiempo (o tal vez no tanto…, según el calendario unos tres años) alguien me dijo que lo que más le entristecía era pensar que ya podríamos encontrarnos. Le replique que, sin duda, volveríamos a vernos. Entonces dijo:

-Vernos posiblemente, encontrarnos no.

Hasta ese momento  yo nunca me había detenido en ese matiz. No he vuelto a ver a esa persona y, es cierto que, de hacerlo no sería un “encuentro”. Posiblemente recordaríamos viejos tiempos y amigos, nos podríamos al día en parte de nuestras vidas, compartiríamos un café, y nos diríamos un hasta pronto con sabor a adiós.

Si en la película “Un niño grande”, basada en la novela de Nick Hornby,  el protagonista afirmaba que todos somos islas, yo he pensado que somos robinsones en nuestro peñasco de viñeta de tebeo. Tenemos la palmera con la sombra, el cocotero, y la soledad de una existencia que añora encuentros, barcos que nos rescaten, náufragos de otras vidas que lleguen a la nuestra, mensajes en botellas…

Náufragos valientes deciden talar el cocotero salvador, arriesgándose a perder sustento y sombra para construir una balsa navegando a la deriva en busca de otros horizontes.

Hay quienes se erigen auténticos robinsones  y aprenden a vivir con lo que tienen.

Y otros, tan absurdos como obstinados, encendemos fogatas en las noches frías, lanzamos mensajes y esperamos “serendipitys”, entre cantos de sirenas, espejismos, sueños, y ecos de otros mares atrapados en una caracola.



domingo, 5 de mayo de 2013

Todos los días son el día de mi madre


Hoy es domingo, mi día en el reino de Tuperland.
Y este domingo, felizmente, es también mi día de hijos.

Madrugo y me transformo por arte de birlibirloque en María Modo Madre, una Maricasitas eficiente. A las 12 del mediodía (hora del ángelus) en mi haber hay siete comidas caseras con las que alimentar los cuerpos serranos de mis vástagos, y suma y sigue…

Será el olor que envuelve mi cocina. Será el día que el calendario marca como de la madre…

Sentada con un café siento como llega una tristeza ruda que oprime mi alma, y exige el tributo de unas lágrimas. La echo de menos.  En este día, en todos…

Cuando yo era niña pensaba que nadie podía cocinar mejor que mi madre. Sigo opinando lo mismo. Ella preparaba la comida sin prisas; jamás utilizó una olla exprés o una pastilla de Avecrem. Lo que no dominaba la señora Pilar era la cocina “moderna”, como ella decía. Yo descubrí la ensaladilla rusa a los diez años, y jamás preparó spaguettis o macarrones para nosotros. Arroces, cocido, asados y unos celestiales gazpachos manchegos constituían sus platos de cinco tenedores. Con el tiempo, valoré y añadí sus lentejas, guisados, potajes y ajiaceite.

Su repostería era básica, y se regía por el calendario, con la honrosa excepción de algún flan Potax, o un bizcocho preparado en la olla horno semejante a un donut gigante. Mantecados por Navidad; hojuelas, rollos y rellenos dulces para Semana Santa. Ese era el catálogo de dulces que se ofertaba en mi casa. Sólo tras mucho insistir, conseguimos el gran triunfo de convencer a nuestra maravillosa y tozuda cocinera para que preparase migas con chocolate, y accediese a regañadientes a preparar sus exquisitos rellenos dulces aunque no fuese Semana Santa.

Hoy, que me asalta el deseo de endulzar mi vida, no encuentro ese sabor perfecto que me llega atrapado en un suspiro de nostalgia. No hay chocolate en el mundo comparable al la taza que cocía mi madre, y ponía a enfriar, en los duros inviernos albaceteños, en el alfeizar de la ventana. Aquel chocolate, en tazas transparentes, y rayadas de tanto fregarlas, de irrompible Duralex, contenía un ingrediente secreto: Amor.

Siempre me resultó difícil complacerla. Tal vez  no lo intenté lo bastante, pero es que lo que ella pedía no lo podía comprar y envolver en brillante papel de regalo. Ella habría deseado una hija distinta, pero nací yo. Y se encargaba de hacérmelo llegar, sin sutileza  alguna, cuando decía, una y otra vez:

- Te pareces tan poco  a mí, que si no te hubiese tenido en la casa, pensaría que te cambiaron en el  hospital al nacer.
O:
- María Demonios tenía que haberte puesto  de nombre.
Yo era distinta a las otras hijas, según el parecer de mi madre.  Tanto lo decía que, un día cansada de oírla le dije:
- Si yo no te comparo con otras madres  ¿por qué lo haces tú con otras hijas?
Y es que yo, entre otros defectos, era “contestona”.  Cuando mi madre decía algo, yo intentaba convencerla con mis replicas. “Le contestaba”, decía ella. Yo no entendía el problema que había en explicarle porque hacía o decía algo, pero ella se enfurecía y censuraba:
- Si al menos fueses humilde.
No lo era. Y si “contestona”, terca, respondona… Mi madre, en la línea de los cuentos de Calleja, ilustraba mi tozudez, comparándome con el protagonista de este relato:
“Eres como aquel que siempre le decía piojoso a un vecino que, cansado de escucharlo, le dijo:
- Si vuelves a decirme piojoso, te tiraré al río y no sabes nadar.
El otro no hizo caso, y un día cerca del río cuando vió a su vecino le grito “Piojoso”. Éste, furioso, lo empujo y cayó al agua. El ofendido dijo:
- Si pides perdón te salvaré.
Pero el otro, en lugar de decir lo que el otro quería escuchar, siguió diciendo “Piojoso”. Y,  cuando ya no podía sacar la cabeza para hablar, con las manos hacía  el gesto de aplastar piojos, prefiriendo morir antes que desdecirse.”

Por mi manera de ser, le di muchas “pesahombres”, como ella llamaba a los disgustos. Más de una vez, incluso un gran disgusto que ella denominaba “pesahombrón”,  y que me hacía merecedora de las tundas o “el tundón” que nunca recibí. Yo sentía apenarla. Llegaba a ver como mis actuaciones o palabras colocaban el peso de unos hombres sobre los hombros de mi madre,  pero no sabía que qué quería de mí. Cuando  lo preguntaba, obtenía esta respuesta:”Déjalo, no te sale de dentro”. Claro que no me salía de dentro planchar, fregar, barrer, limpiar cristales… A mí me salía de dentro leer, escribir, escuchar música, soñar mirando las estrellas… Mi madre, reconociendo su derrota al intentar cambiarme, lo resumía con esta frase “Cuando el burro ha de llevar la carga a fuerza de palos, pobre del burro y pobre del amo”.

Mil veces me dijo ésta y otras perlas del saber. Pero también me contó otras historias menos edificantes, me abrazó cuando estaba triste, me curó las heridas del cuerpo y del alma, disfrutó mis alegrías, y buscó consuelo a mis penas. Mi madre me quería tanto que olvidaba que no era la hija perfecta, y amaba incondicionalmente a la  que tenía.

Echo de menos a mi madre.  En este día, en todos…