Los ojos la delataban tocada y herida al borde del hundimiento
en el mar de la vida. Exponía en frases cortas y tímidas su situación familiar, como si pidiese disculpas por haber fracasado en el desempeño del papel que
hace tiempo el guión del destino le
otorgó.
El cuerpo frágil temblaba por falta de abrazos, en la piel
se leía desencanto y soledad, y las manos se movían desorientadas.
La mujer que se sentaba ante mi mesa, y a la que intentaba
persuadir que no era una molestia ni para mí ni para el mundo, podría haber
sido yo, la eterna buscadora de lianas, que hoy le tendía la mano.
Durante
un tiempo había bastado con escribir pequeños fragmentos que colgaban, como pájaros
en cables eléctricos, en un universo, real e irreal a la vez, amalgamado con
letras e impulsos electromagnéticos. Era reconfortante desahogar el día a día
de una vida común en unos textos que, en la pantalla, la reflejaban más
divertida e interesante. Pero un día no fue suficiente.
Él
había sido la voz compañera con la que tantas noches esquivó a la soledad. Ambos
movían las piezas en su lado del tablero, no para ganar la partida al otro, sino a la realidad que arañaba sus vidas. Pero
un día, la música compartida en la imaginación y las confidencias sesgadas, no fueron
suficientes.
El
día en el que todo cambió llegó inesperado, sin razones aparentes; fue desplazando
espejismos e instalando certezas y, aunque en la superficie nada lo reflejó, todo
fue distinto. Sopló el viento de un adiós tibio y agradecido que alejó las
rutinas que habían sido las lianas de Jane. Llegó un hola ilusionado por vivir
sin anclajes ajenos, y la precariedad del camino sin brújula fue sustituida por un refugio cimentado en las propias necesidades y deseos.
Y,
al igual que Robinson, sobrevivió en su isla, Jane aprendió a habitar su vida.