Hace unos años la habrían llamado
doña Paula; pero hoy, sin el tratamiento delante del nombre, recuperaba cercanía
en un espejismo de juventud. Le costaba reconocer que casi una década había pasado
desde que cruzó la frontera del medio siglo y, agitando la melenita bien
cortada y teñida, pretendía ahuyentar las sombras del tiempo que le apagaban la piel y ralentizaban andares.
Cada mañana abría el armario
escogiendo las favorecedoras prendas que vestían un cuerpo aún esbelto y de apariencia juvenil. Sabios retoques en el maquillaje devolvían una imagen en el espejo de
edad indefinida, suspiraban los años recuerdos pasados, y el presente respiraba
la esencia de un perfume tan delicado y sutil como una esperanza.
¿Dónde estaban los quince, los
veinte, los treinta e incluso los temidos cuarenta? Las manchas de sus manos
inventariaban escrupulosamente el paso de la vida y los dedos, aunque afilados en
perfecta manicura, cada día se descubrían más nudosos, semejantes a las ramas de un árbol
viejo de savia lenta.
El ayer sin arrugas ni miedos, de
manos explorando rincones y revolviendo cabellos, de ojeras felices en sabanas
revueltas, de palabras inventadas en la pasión y la ternura amaneció en un
presente a solas ante el espejo de la propia vida. Y Paulita, Pauli, Pau… dieron paso a Paula, que discreta y correcta, cubre de calma las
cicatrices de la vida mientras amordaza de dignidad la soledad que le aferra la
garganta.
Una
de las frases más manidas que circulan como ejemplo de una verdad demostrada es
la que dice que el criminal siempre regresa al escenario del crimen. No soy un
criminal, no hay crimen, no hay escenario, pero podría aplicarme esta especie de aforismo,
porque aunque ahora la llamémosle “vida real” me ancla con fuerza a la tierra,
una imaginación tan rebelde como poderosa sigue exigiéndome el tributo de
juntar letras que den forma a las historias y vistan las imágenes que me
regala.
No
he escrito desde hace casi un año sin
más motivo que un miedo encubierto de pereza a la pantalla. Pero persiste la necesidad de liberar una voz que, más allá de las frases que anuda al día a
día, dé visibilidad con sus matices, contrastes y coherencia a la mujer que
existe tan real como ajena a esa tarjeta en la que una serie de números y un
nombre la identifican ante el mundo.
Llueve
y, en un mundo vestido de gris, protegida por mi paraguas rojo, sigo buscándome
en fragmentos amasados de palabras.
A pesar del frío que se deja notar al oscurecer, ya asoma
por la esquina el rostro fresco de la primavera. Eso pensaba al volver hace un
momento a casa. Vale… fomentaban tan poéticos pensamientos el par de copas de
vino que mi cuerpo llevaba acompañado de sendas tapas, porque (hagamos patria
aunque sea adoptiva) durante un mes en esta ilustre villa existe lo que se ha
dado en llamar la ruta de las tapas. Aquí en concreto se incentiva el consumo
de vino (cómo no) y el queso. El slogan es un poco cutre, pero en su vulgaridad
es pegadizo: “El vino y el queso saben a beso”. Sin comentarios.
Como este es el blog de Jane y yo soy la susodicha (también
redicha alguna que otra vez jajajaja) sigo contando mis impresiones
existenciales (uno de mis vocablos favoritos desde mi época adolescente con
ínfulas intelectuales en que leí a Sartre, Camus y la Beuvoir y algo quedó
aunque je ne sais quoi).
Pensaba, durante el retorno a mi hogar dulce hogar, que me gusta mi
vida tan imperfecta como perfecta según el ángulo en que se mire, al igual que esa
botella medio llena o medio vacía que siempre sale a relucir a la hora de
relativizar algo.
Y andando y pensando porque existo (disculpad la reiterada
tontería, si queréis le echamos la culpa al vino o el queso, porque no ha
habido beso jajaja), pasé por delante de unos contenedores, antes simples depósitos
de basura, por desgracia ahora símbolo de muchas más cosas.
Tengo tendencia a buscar historias en los rincones, en los
gestos anodinos, en las palabras escritas con pasión en cualquier muro… Posiblemente
por eso lo vi. Solitario, desvalido, absurdo por sí mismo el guante de lana
negro recortaba la forma de la mano que alguna vez lo necesitó sobre el
asfalto. Era una imagen derrotada que se incrustó en mi retina. Mi lado práctico
pensó que nadie recogería aquel único guante esta noche de marzo, pero mi corazón
loco y algo bohemio se negó a enterrarlo en el olvido y decidió que aquel
guante tenía una historia que contar. Mientras llegaba a casa yo veía una mano
enfundada en él que representaba para un niño las aventuras de una familia. Miré
mis manos buscando ayuda, y mis dedos aceptaron el reto. De nuevo visualicé
aquel guante, pero ya no era un objeto tirando en la calle, era un racimo de
personajes, una familia… El dedo corazón sería el padre y decidí llamarlo Mateo.
La madre representada por el anular se llamaría Elena. Delgado y nervioso, el
dedo meñique encarnaría al hijo inconformista ya desde niño, el pequeño Javier.
Me gusta la idea de un gordito feliz que pide tan poco a la vida que cree
recibir mucho, el pulgar es perfecto para representar a Manuel. Y por supuesto
el índice provocador, curioso y apasionado sería Eva, la jovencita que cree
saber mucho porque apenas conoce el mundo.
Dejo aquí el prólogo de una historia a escribir por
cualquiera de vosotros con vuestras manos, enguantadas o no, en esta noche de
marzo, que casi huele a primavera.
Los ojos la delataban tocada y herida al borde del hundimiento
en el mar de la vida. Exponía en frases cortas y tímidas su situación familiar, como si pidiese disculpas por haber fracasado en el desempeño del papel que
hace tiempo el guión del destino le
otorgó.
El cuerpo frágil temblaba por falta de abrazos, en la piel
se leía desencanto y soledad, y las manos se movían desorientadas.
La mujer que se sentaba ante mi mesa, y a la que intentaba
persuadir que no era una molestia ni para mí ni para el mundo, podría haber
sido yo, la eterna buscadora de lianas, que hoy le tendía la mano.
Durante
un tiempo había bastado con escribir pequeños fragmentos que colgaban, como pájaros
en cables eléctricos, en un universo, real e irreal a la vez, amalgamado con
letras e impulsos electromagnéticos. Era reconfortante desahogar el día a día
de una vida común en unos textos que, en la pantalla, la reflejaban más
divertida e interesante. Pero un día no fue suficiente.
Él
había sido la voz compañera con la que tantas noches esquivó a la soledad. Ambos
movían las piezas en su lado del tablero, no para ganar la partida al otro, sino a la realidad que arañaba sus vidas. Pero
un día, la música compartida en la imaginación y las confidencias sesgadas, no fueron
suficientes.
El
día en el que todo cambió llegó inesperado, sin razones aparentes; fue desplazando
espejismos e instalando certezas y, aunque en la superficie nada lo reflejó, todo
fue distinto. Sopló el viento de un adiós tibio y agradecido que alejó las
rutinas que habían sido las lianas de Jane. Llegó un hola ilusionado por vivir
sin anclajes ajenos, y la precariedad del camino sin brújula fue sustituida por un refugio cimentado en las propias necesidades y deseos.
Y,
al igual que Robinson, sobrevivió en su isla, Jane aprendió a habitar su vida.
Debería
sobrarme el tiempo, estoy de baja; pues no... me lío. Comienzo levantándome a
las 7'15, como siempre. Tengo que ducharme para oler bien que a las 9 tengo
sesión de fisioterapia. Me lavo el pelo
y, aunque es liso y fino, lo seco durante unos 10 minutos. Luego viene el qué
me pongo, que ahora no es por coquetería, sino por ser práctica. Me van a dar
masajes en la pierna y gluteos. Lo mejor, falda y jersey; con el culo al aire,
pero al menos vestida de cintura para arriba. Decidido. Mmmmm ropa interior.
Discreta, pero que esté bien, que la luzco por partida doble: ante la fisio y
ante la enfermera que me acupunturiza el trasero.
Salgo a
la calle y, siento no poder decir ahora eso de rauda y veloz, llego a la
consulta. Me pasan a una especie de box. Un chaval que podría ser mi hijo me
dice que me quite la ropa y me tumbe. Me aplica las corrientes (el primer día
era una fisio... ¿dónde está ella?). Pues con otro paciente, aunque más tarde
entra, me quita cables y correas y masajea. Comenta que ay qué ver cómo me
están dejando los pinchazos. Si lo sabré yo… No olvido que después me toca la
inyección. Cumplo. Pinchada voy a tomar café donde siempre desayunamos en
paréntesis laboral. Los hábitos tienden a mantenerse, más cuando te permiten ver
a tus amigas y distraerte un rato.
Vuelvo a
casa. Previsora, tengo la comida medio
hecha desde el domingo, caldo de pollo con jamón y verduras. Pongo
huevos a cocer y más tarde prepararé sopa. Mi lado Maru me mima.
Leo un
rato. Las diminutas pastillas lyricas me producen insomnio, así que estoy
haciendo un master de lectura de novelas malas en el ebook a ver si me atonto
del todo. Anoche le tocó a “La Amante
Secreta”, tan pésima como prometía; pero a la luz del día las
cosas se ven y se leen de otra forma. Mi sensatez lectora me hace seguir con
“Deseo de ser punk” de Belen Gopegui, una historia valiente. Sin embargo por
algún motivo hoy no termino de centrarme en obligado dolce far niente, y como me siento activa decido bucear en el fondo
de mis bolsos y tirar las mil pequeñas cosas acumuladas allí. Diossss, de tener
habilidad suficiente, se podría hacer un belén completo con los tickets de compra
que aparecen ¿Para qué los guardo si nunca los miro? Salen más cosas en mi
particular arqueología. Una fotocopia del D.N.I. de mi madre cuya mirada, por
entonces ya perdida en la neblina de la desmemoria, me estremece. La guardo con la cobardía de
los que andamos de puntillas por nuestros particulares territorios minados.
Sigo revisando. Resulta que las monedas tienen tendencia a depositarse en el
fondo de los bolsos. Cuento 18 euros con 67 céntimos. Mira qué bien. Y... ¡un
billete de cinco euros todo arrugado! También aparecen algo así como 40
caramelos de chupa chups con sabor a chocolate. ¡Qué pena no poder comerlos!
Algo me dice que están caducados. Se van con el paquete de Halls a la basura.
Salen pañuelos de papel, compresas, toallitas, bolígrafos, notas con teléfonos
que no identifico. Un anillo lleno de colorines que me regalaron y guardé
agradecida pensando ¡glups cómo me pongo esto!, se ha unido a una pareja de
pendientes turquesa que no recordaba tener que me dieron con los puntos del
Druni. Más bolígrafos, dos rotuladores secos, un lápiz, tres brillos de labios,
varias muestras de cremas, frasquitos de muestras de perfume, un stick de Happy
de Clinique (mmm recuerdo que lo compré pensando cuanto deseaba ser feliz). Más
toallitas, éstas para limpiar las gafas. Y más llaves... un viejo juego de mi
casa anterior del que cuelga un buhito de madera tuerto y las llaves de mi
despacho, las que yo siempre afirmé no haber perdido pero era incapaz de
encontrar.
Observo
la mesa caótica. Voy a comer y, en modo doméstico y responsable, recojo la
cocina. Prosigo ordenando bolsos y foulares, moviéndome sinuosa, cual gueparda
del Serengueti. La ciática manda. Caliento el saco de semillas de cereza en el
microondas. Me amodorro por poco tiempo. Logro coger una postura en la que nada
me duele. Algo retorcida estoy, pero vale… Me llega un whastapp. Me preguntan
“¿Quién te cuida?”. Sin dudar respondo: “Yo”.
La
tranquilidad me anima a bajar a recoger el regalo que encargué para el
cumpleaños de una amiga. Solo tengo que cruzar la acera. Decidí regalarle un
bono para un masaje relajante. Sé que le va a gustar. Yo llevo años ofreciendo
mi alma de atea a cambio de uno, pero ella es buena y será mejor que conserve la suya, así que el masaje
se lo regalo yo.
Decidida
me coloco las botas, cazadora y foulard. Solo hay que bajar dos pisos en
ascensor y cruzar la acera. El mundo quiere que yo sea fashion y han montado
una peluquería y centro de estética justo enfrente de casa. Pago y me dan el
bonito diploma que ofrece el masaje junto a una tarjeta con teléfono y horarios.
La cita ya la pedirá mi amiga. No pesa nada, y… ¡tengo una idea! Dejo
temporalmente la aparatosa bolsa con el trozo de papel canjeable por toqueteos
relajantes (jajajaja qué porno suena sin serlo), a la vuelta lo recojo, porque
aprovechando que el dolor ha remitido me animo a ir a comprar a Mercadona.
Mañana llegan mis hijos y las reservas alimenticias están bajo mínimos.
Camino
despacio al calor de una tarde absurdamente primaveral (cosas del sureste
español, porque en mi tierra seguro que hace un frío que pela). Entro en el
supermercado y entonces comienza el concurso “Comprar sin que te pese”. Hoy
toca calcular gramos. Comencemos…
4 Yogures
bifidus fibras (les gustan a los mozos)... No pesa.
1 Litro de leche fresca
(Carlos la toma así y no puedo acumular en el frigorífico. Recuerdo que hay
otro paquete allí)… Pesa poco.
1 Litro de zumo de naranja
(esta vez no es vaguería… las naranjas habrían pesado más).
Surtido
de 3 patés (son cómodos en cenas solitarias avec moi misma y no pesan)
Lonchas
de jamón serrano, chorizo pamplonés, queso en lonchas… ¡No pesan!
Cuña de queso
semicurado… Pesa poquito.
Y… ¡una
mini bolsita de bombones de licor! Puedo afirmar que apenas pesan, aunque que
en el interior de cada uno de ellos hay una especie de perverso duende alquimista
dispuesto a transformarlos en pesos pesados al entrar en contacto con mi
organismo.
Distribuida
en dos bolsas la compra no pesa tanto. Recojo el vale. Misión cumplida.
Y aquí
estoy... contando porque sí mi día a día, con todo el atrevimiento y la
desfachatez del mundo. Podría haber intentado escribir un relato ficticio con
una mujer tan enigmática como arrebatadora y fascinante, pero hoy me salió la Mari, ni siquiera la MataMari se asomó a estos
párrafos, y es nunca supe escribir letras que no me brotaran de eso que llaman
alma y según dicen pesa 21
gramos.
Efectivamente…
llevo tres días sufriendo -no en silencio, porque me faltó tiempo para llamar a
mis amigas y quejarme- un intenso dolor que baja desde el final de mi espalda a
mi pantorrilla. Diagnóstico: prociática, que debe ser un ciática light o
becaria, ¡menos mal! porque parece que la senior te deja pasao.
El mundo amanece con un frío de… gónadas (soy una dama), por tanto me recreo en
la grata sensación de un lecho caliente y la tranquilidad de que hoy no manda
el reloj. También, todo hay que decirlo, me estoy quieta porque sé que cuando
me levante voy a realizar un viaje al mundo sideral y, con lo romántica que es
la imagen de la noche estrellada, verlas de día en plan tebeo no es nada placentero.
El
malvado dolor, agazapado como un malo de opereta, sale de su escondrijo y zasss
me lanza una especie de rayo láser que deja mi pierna k.o. y mi boca lanzando
ayes como Camarón. De haber tenido puesta una camisa, y no un camisón de Woman
Secret, garantizo que le arranco los botones en un gesto de rabia incontenida.
Camino como buenamente puedo hasta el cuarto de baño, esperando que una ducha caliente conforte mi
pena y ahuyente el dolor. Más o menos lo logra; me dirijo a la cocina donde
preparo un capuchino y cojo las pastillas que debo tomarme cada doce horas. El nombre
es evocador “Lyrica”. Soy lectora compulsiva, así que comienzo a leer el prospecto.
¡Por todos los dioses del universo conocidos y por conocer! Aquí avisan que
puedes hincharte (intentaré no comer chocolates ni dulces a fin de mantener mis
52 kilos), problemas de erección (mira por donde esto no me toca) o pensamientos
suicidas que inmediatamente debes comunicar al médico. Miro la capsula diminuta
con tanto poder destructivo. Me la juego. Bebo el vaso de agua como los del
oeste el whisky, de un trago. Alea jacta est.
A
lo largo de la mañana leo, recibo la siempre grata visita de mis amigas,
contacto con la clínica donde recibiré las sesiones de fisioterapia y me
acribillarán con las doce inyecciones. Caliento el saco de huesos de cereza en
el microondas para tener calor seco. Me endemonio leyendo la novela de una
mujer tonta enamorada de un hombre que a mí me parece gilipollas perdido (me
cabrea porque me reconozco en ella y me fastidia recordar lo absurda y ridícula que una
puede llegar a ser).
Siesta
al calor de las cerezas. Luego clínica. Lo de las inyecciones no es tan malo. Será
que soy medio masoquista, pero no siento el pinchazo y eso que soy de las que
tienen cosquillas por todo el cuerpo. Soluciono lo de las sesiones y vuelvo a
casa con la tranquilidad de los deberes hechos y la pierna derecha dando cordel
como dicen en mi tierra.
Abro
el correo. Mmmm al menos alguien se acordó de mí. Mi dentista favorito (no soy
su paciente y por eso no lo odio) me manda un correo con video que, con mucho sentido del humor, titula
remedios para la ciática. Lo veo sonriendo sin parar. Mi vida no es apasionante,
pero está llena de gente maravillosa.