¿Conocer el diagnóstico es un primer paso para la curación?
Con un estado anímico por los suelos, una tristeza que borra las alegres gotas de Chance con que me perfumo y una mirada tan nublada como si tuviese cataratas, me dedico a centrifugar ideas. De acuerdo con la máxima de “pienso, luego existo”, evidentemente soy un ente (podría hacer la gracieta de añadir “procedente de un planeta diferente”, pero hoy estoy en modo austero y, por tanto, tonterías las justas).
Pensando y repensando (por si se me escapa alguna idea en las alas de los pájaros que habitualmente anidan en mi cabeza) llego a la siguiente conclusión: Tengo alma de bolero. Esa es la cuestión. Llego yo solita, sin Holmes, sin Poirot, sin Phillip Marlowe… Yo misma, acodada en mis circunstancias, he llegado a tan sesudo razonamiento.
Me explico. No soy melodramática. No siento que muera de dolor, ni me cueste respirar, o que me duela la piel en el vacío. De ser así habría pensado que poseo alma de tango.
Tener alma de bolero es diferente. El bolero habla de sentimientos que envuelven y afloran en una lágrima que escapa rebelde. En el bolero las mariposas estomacales siguen aleteando porque no quieren morir, por más que la razón informe que tienen los días contados, mientras posibilidad de una vida tibia no basta para fundir el hielo que cubre un corazón incapaz de frenar sus latidos desbocados.
Y yo proclamando que no tenía alma, cuando ella canta canciones de amor, de sendas tropicales, piel canela, ojos negros, sabor a otro… Y mi pobre alma, que canta desafinado, por mucho sufra no se arrepiente de nada.
Tengo el diagnostico, el mal, pero también el alma. ¿Qué narices voy a hacer?