Ayer leía, en la entrada de un blog divertidísimo, las razones que el autor esgrimía deseando ser un perro. Humana y mujer las comprendí todas, aunque no las comparta. Nunca he querido ser un animal. Imagino que en algún test de los millones que circulan por ahí he debido responder a esa pregunta con una mentira descomunal. Yo no quiero ser otra cosa que ésta que escribe, que come chocolate, y que más de una noche de sábado ve Doctor en Alaska, Sexo en Nueva York y Breaking Bad (sí, mi vida sentimental es como el planeta KHITB345 de la galaxia Lemus, tal vez exista pero no se ve).
¿Y por qué escribo esto aparte de porque como no soy perro no puedo tumbarme al sol y contemplar el mundo con mirada perruna? Mmmm qué difícil es la respuesta, casi tanto como imaginar qué animal pude poner en los tests. Tirando de psicología de quiosco diré que ha sido una asociación de ideas mañanera. Camino del trabajo vi dos perros enormes, con collar pero sin dueño a la vista, que jugueteaban en la acera. Me dan miedo; es algo visceral como cuando escucho el zumbido de una moscarda y se me pone la carne de gallina y el cuerpo se me queda frío. Sufro el efecto, aunque desconozco las causas. A lo que íbamos… Allí estaban los perros bien cuidados, felices, olisqueando el mundo… Y recordé el texto del bloguero F.G. ¿Son felices los animales? me pregunté originalísima a temprana hora de la mañana. ¿Deberíamos sacar nuestra parte menos racional y dejar el cerebro al sol como los lagartos?
Taconeaba envuelta en tan profundos pensamientos cuando de un portal salieron a la calle una niña, su madre y un perro pequeño, afortunadamente, con correa. La niña parecía feliz, la madre malhumorada, y el perro… ¡Ah, el perro era el amo! Decidió pararse a contemplar el mundo en la puerta de casa y, aunque no era un mastín precisamente, impuso sus posaderas y voluntad, mientras las humanas, madre e hija, intentaba convencerlo tirando de correa y de caricias para que recorriese el camino a su vera. Si en el mundo perruno salirse con la suya es sinónimo de felicidad aquel, sin duda, lo era, y bastante más que la pobre madre que no paraba de mirar su reloj.
Cada equis tiempo alguien intenta convencerme de lo bien que me sentiría teniendo un perro que acompañase mis soledades. Pero es posible que en mí habite el espíritu de un gato (gata sin duda) amigo de la comodidad y la independencia, que llevaría francamente mal la rutina de paseos, bolsas de recogida, vacunas, y todo eso que hacen los bienaventurados poseedores de mascotas.
Decididamente no ladraré mi felicidad canina y despreocupada a la luz de la luna ni al calor del sol. Prefiero sonreír, llorar, y emocionarme en todas las variantes sin correas, sin horarios, sin…, pero conmigo, tal y como soy, imperfecta, contradictoria y humana.
Ay, amiga mía!!! Tal vez seas una gata sibarita sin tú saberlo. Yo, estoy convencida de serlo. Me erizo cuando veo a un perro.
ResponderEliminarDivertidísima entrada.
Un abrazo, cara mía.
Sibarita no sé, comodona mucho jajaja.
ResponderEliminarBesos desde el norte de tu tierra, hoy con nubes, claros y aguanieve.