Aparece cada miércoles por la puerta de la oficina. Es un duende bajito, gordito y con gafas, que aún conserva mejillas de manzana y voz de niño.
-¿Me compras un crêpe y chocolate? –pregunta invariablemente.
¿Y cómo negarse al placer enmascarado de colaboración para ese viaje a París que yo también sueño realizar? Por supuesto lo compro, y lo saboreo recordando en este niño otra niñez imaginativa y solitaria, que viajaba siguiendo ríos, atravesando montañas y surcando mares en el Atlas Aguilar. Me pregunto qué le deparará la vida a mi chocolatero tentador. ¿Cuándo se transformaran la carita redonda y la voz aguda? Dentro de unos años, cuando su desayuno sea un café rápido expedido a toda prisa por una máquina sin alma, ¿recordará estos sabores con aroma a mil futuros posibles?
Hoy, que tengo nostalgias varias, me abrazo por dentro buscando el calor dulce que no puede aportar un vaso de chocolate.
Pensé que nos ibas a deleitar con Concha Buika y sus nostalgias. Pero creo que mejor lo dejamos para otro momento más alegre, que si no empezamos mal el puente.
ResponderEliminarUn beso con chocolate!
A mí me visita un hada miope, que con la excusa de verme bien se acerca y se zampa todo mi chocolate.
ResponderEliminarQuizá la solución para los duendes sea dividirse en dos o más. Pero no lo tengo claro, el catarro me confunde.
Besos siempre.
Seguramente tomará ese café, pero no le negará la entrada al sabor dulce y nostálgico que aporta el chocolate.
ResponderEliminarUn abrazo, bella.
Tierno relato, Ángela... han dicho puente por ahí? jó, qué suerte.
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