Durante
un tiempo había bastado con escribir pequeños fragmentos que colgaban, como pájaros
en cables eléctricos, en un universo, real e irreal a la vez, amalgamado con
letras e impulsos electromagnéticos. Era reconfortante desahogar el día a día
de una vida común en unos textos que, en la pantalla, la reflejaban más
divertida e interesante. Pero un día no fue suficiente.
Él
había sido la voz compañera con la que tantas noches esquivó a la soledad. Ambos
movían las piezas en su lado del tablero, no para ganar la partida al otro, sino a la realidad que arañaba sus vidas. Pero
un día, la música compartida en la imaginación y las confidencias sesgadas, no fueron
suficientes.
El
día en el que todo cambió llegó inesperado, sin razones aparentes; fue desplazando
espejismos e instalando certezas y, aunque en la superficie nada lo reflejó, todo
fue distinto. Sopló el viento de un adiós tibio y agradecido que alejó las
rutinas que habían sido las lianas de Jane. Llegó un hola ilusionado por vivir
sin anclajes ajenos, y la precariedad del camino sin brújula fue sustituida por un refugio cimentado en las propias necesidades y deseos.
Y,
al igual que Robinson, sobrevivió en su isla, Jane aprendió a habitar su vida.
Debería
sobrarme el tiempo, estoy de baja; pues no... me lío. Comienzo levantándome a
las 7'15, como siempre. Tengo que ducharme para oler bien que a las 9 tengo
sesión de fisioterapia. Me lavo el pelo
y, aunque es liso y fino, lo seco durante unos 10 minutos. Luego viene el qué
me pongo, que ahora no es por coquetería, sino por ser práctica. Me van a dar
masajes en la pierna y gluteos. Lo mejor, falda y jersey; con el culo al aire,
pero al menos vestida de cintura para arriba. Decidido. Mmmmm ropa interior.
Discreta, pero que esté bien, que la luzco por partida doble: ante la fisio y
ante la enfermera que me acupunturiza el trasero.
Salgo a
la calle y, siento no poder decir ahora eso de rauda y veloz, llego a la
consulta. Me pasan a una especie de box. Un chaval que podría ser mi hijo me
dice que me quite la ropa y me tumbe. Me aplica las corrientes (el primer día
era una fisio... ¿dónde está ella?). Pues con otro paciente, aunque más tarde
entra, me quita cables y correas y masajea. Comenta que ay qué ver cómo me
están dejando los pinchazos. Si lo sabré yo… No olvido que después me toca la
inyección. Cumplo. Pinchada voy a tomar café donde siempre desayunamos en
paréntesis laboral. Los hábitos tienden a mantenerse, más cuando te permiten ver
a tus amigas y distraerte un rato.
Vuelvo a
casa. Previsora, tengo la comida medio
hecha desde el domingo, caldo de pollo con jamón y verduras. Pongo
huevos a cocer y más tarde prepararé sopa. Mi lado Maru me mima.
Leo un
rato. Las diminutas pastillas lyricas me producen insomnio, así que estoy
haciendo un master de lectura de novelas malas en el ebook a ver si me atonto
del todo. Anoche le tocó a “La Amante
Secreta”, tan pésima como prometía; pero a la luz del día las
cosas se ven y se leen de otra forma. Mi sensatez lectora me hace seguir con
“Deseo de ser punk” de Belen Gopegui, una historia valiente. Sin embargo por
algún motivo hoy no termino de centrarme en obligado dolce far niente, y como me siento activa decido bucear en el fondo
de mis bolsos y tirar las mil pequeñas cosas acumuladas allí. Diossss, de tener
habilidad suficiente, se podría hacer un belén completo con los tickets de compra
que aparecen ¿Para qué los guardo si nunca los miro? Salen más cosas en mi
particular arqueología. Una fotocopia del D.N.I. de mi madre cuya mirada, por
entonces ya perdida en la neblina de la desmemoria, me estremece. La guardo con la cobardía de
los que andamos de puntillas por nuestros particulares territorios minados.
Sigo revisando. Resulta que las monedas tienen tendencia a depositarse en el
fondo de los bolsos. Cuento 18 euros con 67 céntimos. Mira qué bien. Y... ¡un
billete de cinco euros todo arrugado! También aparecen algo así como 40
caramelos de chupa chups con sabor a chocolate. ¡Qué pena no poder comerlos!
Algo me dice que están caducados. Se van con el paquete de Halls a la basura.
Salen pañuelos de papel, compresas, toallitas, bolígrafos, notas con teléfonos
que no identifico. Un anillo lleno de colorines que me regalaron y guardé
agradecida pensando ¡glups cómo me pongo esto!, se ha unido a una pareja de
pendientes turquesa que no recordaba tener que me dieron con los puntos del
Druni. Más bolígrafos, dos rotuladores secos, un lápiz, tres brillos de labios,
varias muestras de cremas, frasquitos de muestras de perfume, un stick de Happy
de Clinique (mmm recuerdo que lo compré pensando cuanto deseaba ser feliz). Más
toallitas, éstas para limpiar las gafas. Y más llaves... un viejo juego de mi
casa anterior del que cuelga un buhito de madera tuerto y las llaves de mi
despacho, las que yo siempre afirmé no haber perdido pero era incapaz de
encontrar.
Observo
la mesa caótica. Voy a comer y, en modo doméstico y responsable, recojo la
cocina. Prosigo ordenando bolsos y foulares, moviéndome sinuosa, cual gueparda
del Serengueti. La ciática manda. Caliento el saco de semillas de cereza en el
microondas. Me amodorro por poco tiempo. Logro coger una postura en la que nada
me duele. Algo retorcida estoy, pero vale… Me llega un whastapp. Me preguntan
“¿Quién te cuida?”. Sin dudar respondo: “Yo”.
La
tranquilidad me anima a bajar a recoger el regalo que encargué para el
cumpleaños de una amiga. Solo tengo que cruzar la acera. Decidí regalarle un
bono para un masaje relajante. Sé que le va a gustar. Yo llevo años ofreciendo
mi alma de atea a cambio de uno, pero ella es buena y será mejor que conserve la suya, así que el masaje
se lo regalo yo.
Decidida
me coloco las botas, cazadora y foulard. Solo hay que bajar dos pisos en
ascensor y cruzar la acera. El mundo quiere que yo sea fashion y han montado
una peluquería y centro de estética justo enfrente de casa. Pago y me dan el
bonito diploma que ofrece el masaje junto a una tarjeta con teléfono y horarios.
La cita ya la pedirá mi amiga. No pesa nada, y… ¡tengo una idea! Dejo
temporalmente la aparatosa bolsa con el trozo de papel canjeable por toqueteos
relajantes (jajajaja qué porno suena sin serlo), a la vuelta lo recojo, porque
aprovechando que el dolor ha remitido me animo a ir a comprar a Mercadona.
Mañana llegan mis hijos y las reservas alimenticias están bajo mínimos.
Camino
despacio al calor de una tarde absurdamente primaveral (cosas del sureste
español, porque en mi tierra seguro que hace un frío que pela). Entro en el
supermercado y entonces comienza el concurso “Comprar sin que te pese”. Hoy
toca calcular gramos. Comencemos…
4 Yogures
bifidus fibras (les gustan a los mozos)... No pesa.
1 Litro de leche fresca
(Carlos la toma así y no puedo acumular en el frigorífico. Recuerdo que hay
otro paquete allí)… Pesa poco.
1 Litro de zumo de naranja
(esta vez no es vaguería… las naranjas habrían pesado más).
Surtido
de 3 patés (son cómodos en cenas solitarias avec moi misma y no pesan)
Lonchas
de jamón serrano, chorizo pamplonés, queso en lonchas… ¡No pesan!
Cuña de queso
semicurado… Pesa poquito.
Y… ¡una
mini bolsita de bombones de licor! Puedo afirmar que apenas pesan, aunque que
en el interior de cada uno de ellos hay una especie de perverso duende alquimista
dispuesto a transformarlos en pesos pesados al entrar en contacto con mi
organismo.
Distribuida
en dos bolsas la compra no pesa tanto. Recojo el vale. Misión cumplida.
Y aquí
estoy... contando porque sí mi día a día, con todo el atrevimiento y la
desfachatez del mundo. Podría haber intentado escribir un relato ficticio con
una mujer tan enigmática como arrebatadora y fascinante, pero hoy me salió la Mari, ni siquiera la MataMari se asomó a estos
párrafos, y es nunca supe escribir letras que no me brotaran de eso que llaman
alma y según dicen pesa 21
gramos.
Efectivamente…
llevo tres días sufriendo -no en silencio, porque me faltó tiempo para llamar a
mis amigas y quejarme- un intenso dolor que baja desde el final de mi espalda a
mi pantorrilla. Diagnóstico: prociática, que debe ser un ciática light o
becaria, ¡menos mal! porque parece que la senior te deja pasao.
El mundo amanece con un frío de… gónadas (soy una dama), por tanto me recreo en
la grata sensación de un lecho caliente y la tranquilidad de que hoy no manda
el reloj. También, todo hay que decirlo, me estoy quieta porque sé que cuando
me levante voy a realizar un viaje al mundo sideral y, con lo romántica que es
la imagen de la noche estrellada, verlas de día en plan tebeo no es nada placentero.
El
malvado dolor, agazapado como un malo de opereta, sale de su escondrijo y zasss
me lanza una especie de rayo láser que deja mi pierna k.o. y mi boca lanzando
ayes como Camarón. De haber tenido puesta una camisa, y no un camisón de Woman
Secret, garantizo que le arranco los botones en un gesto de rabia incontenida.
Camino como buenamente puedo hasta el cuarto de baño, esperando que una ducha caliente conforte mi
pena y ahuyente el dolor. Más o menos lo logra; me dirijo a la cocina donde
preparo un capuchino y cojo las pastillas que debo tomarme cada doce horas. El nombre
es evocador “Lyrica”. Soy lectora compulsiva, así que comienzo a leer el prospecto.
¡Por todos los dioses del universo conocidos y por conocer! Aquí avisan que
puedes hincharte (intentaré no comer chocolates ni dulces a fin de mantener mis
52 kilos), problemas de erección (mira por donde esto no me toca) o pensamientos
suicidas que inmediatamente debes comunicar al médico. Miro la capsula diminuta
con tanto poder destructivo. Me la juego. Bebo el vaso de agua como los del
oeste el whisky, de un trago. Alea jacta est.
A
lo largo de la mañana leo, recibo la siempre grata visita de mis amigas,
contacto con la clínica donde recibiré las sesiones de fisioterapia y me
acribillarán con las doce inyecciones. Caliento el saco de huesos de cereza en
el microondas para tener calor seco. Me endemonio leyendo la novela de una
mujer tonta enamorada de un hombre que a mí me parece gilipollas perdido (me
cabrea porque me reconozco en ella y me fastidia recordar lo absurda y ridícula que una
puede llegar a ser).
Siesta
al calor de las cerezas. Luego clínica. Lo de las inyecciones no es tan malo. Será
que soy medio masoquista, pero no siento el pinchazo y eso que soy de las que
tienen cosquillas por todo el cuerpo. Soluciono lo de las sesiones y vuelvo a
casa con la tranquilidad de los deberes hechos y la pierna derecha dando cordel
como dicen en mi tierra.
Abro
el correo. Mmmm al menos alguien se acordó de mí. Mi dentista favorito (no soy
su paciente y por eso no lo odio) me manda un correo con video que, con mucho sentido del humor, titula
remedios para la ciática. Lo veo sonriendo sin parar. Mi vida no es apasionante,
pero está llena de gente maravillosa.
Intenta retomar
su vida normal. Cada mañana abre los ojos a su realidad tranquila, fácil,
arropada en la cama que comparte desde hace años con esa mujer buena cuyos ojos
ahora lo miran llenos de preocupación y preguntas.
Respira en esa burbuja, que todos
contribuyen a oxigenar, mientras se repite que no está solo.
Planifica, u otros lo hacen por
él, su tiempo. Es cómodo seguir el trazo del camino seguro, confortable, jalonado
de certezas…
Atrás queda aquel cuarto que
encerraba un universo donde fue piel, ojos, boca, saliva, dientes… con la mujer protagonista cada cada noche del desasosiego de sus sueños.
Han pasado varios meses y no
olvida que una tarde de verano lo encadenó a sus caderas, lo imantó a su
piel y tatuó en su corazón una historia de amor prohibido.
Han pasado varios meses y no olvida, por más que la realidad de una vida hecha reclamase su presencia
aceptando pagar el rescate de la comprensión.
Han pasado varios meses y no olvida
que, durante ese tiempo con ella, fue completamente él.
Las estoy buscando, como tantas veces he buscado pequeños
objetos de mi día a día: las llaves en el fondo de un bolso, los pañuelos en la
mesita de noche, el último recibo de la luz agazapado en un cajón...
Las estoy buscando en medio de la realidad que habito, para decorar las paredes con paisajes, luces, perspectivas…
Las estoy buscando para no acartonarme con la sal de lágrimas
contenidas.
Las estoy buscando porque son la corriente del motor que
impulsa mi movimiento.
Las estoy buscando a sabiendas que muchas sangran, que hay
pus en sus heridas y que me van a arañar las entrañas.
Las estoy buscando, y cosido a ellas apareces en…
… La figura de un desconocido a lo lejos.
… El nombre de un lugar.
… Un sabor.
… Un olor.
… El viaje que planeamos.
… El vestido que compré para ti.
… El papel donde anoté tres pensamientos una tarde travestida
de primavera.
… La canción que hicimos nuestra.
… Las películas que ya no veremos.
… Tus gestos, únicos e irrepetibles.
Aún cabalgas todas mis palabras; y, cuando llegas, se me asoma desnuda y salvaje el
alma.
Despertó como tantas otras veces
de madrugada, pero esta vez no pudo dar media vuelta y deslizarse en la niebla
de la inconsciencia. Algo había activado ese resorte que nos saca del sueño y nos empuja
al territorio de la vigilia. Permaneció inmóvil, alerta, registrando cada
bostezo de la casa, el quejido de los muebles, la sordina de un coche… Nada, y
sin embargo…
Terminó por abandonar la cama,
ahora convertida en un amasijo de sábanas y desasosiego. La garganta reseca le
pedía un trago de agua y se dirigía a la cocina cuando vio el resplandor blanquiazul
de la pantalla. Era eso, pensó, había dejado el ordenador encendido. Con el vaso de
agua en la mano, se detuvo en la puerta del despacho observándolo. Él leía
concentrado, lo veía pasar páginas en la pantalla. Aunque conscientes de la
presencia del otro, ambos guardaron
silencio. Solo al llegar al final de la historia que ella había creado, él se
volvió:
-¿No hay más? ¿Es ese “tu final”? –su voz tenía un matiz de
rabia y tristeza.
-¿Esperabas otro?
-Esperaba… - dudó buscando las palabras apropiadas- supongo que algo diferente.
-¿Y cuál habrías elegido tú? ¿Un final feliz?
-No la habría dejado sola.
Ella avanzó mirándolo a los ojos, tan desnuda bajo el fino
camisón como en la mirada:
-Pero lo hiciste. La abandonaste no una, sino tantas veces
como llegaste.
-Tú sabes que no fue posible un
destino distinto. Soy todos los hombres que una vez creyeron amarla, o la
amaron, pero no pudieron permanecer a su lado. Creí que era amor cada vez que
la encontré, te lo aseguro. La amé siendo un joven. Quise que fuese mi mujer y
tener hijos con ella. La busqué en mi madurez desorientada…
-Pero nunca te quedaste con ella.
-No, no lo hice.
-Tú escribiste tus propios finales. Ahora yo escribo el mío,
y en él no estás.
-Ya leí. Ni siquiera he merecido un nombre a lo largo del
relato.
-¿Es eso lo que te molesta? Puedo
ponerte un nombre en cada etapa, pero lo importante es el sentimiento que deposité
en ti. Te quise cada vez que se cruzaron nuestros caminos, llevases un nombre u otro, encarnado siempre en un hombre que no fue, como le ocurre a la protagonista de la
historia que acabas de leer.
-Tu historia…
- Una historia de ficción, no la nuestra, aunque te filtres como personaje tanto
en cada párrafo como en cada ausencia.
- Con la categoría del hombre que no
fue…
-La vida se teje entre emociones de hombres y mujeres que se
buscan.
-Entonces volveremos a encontrarnos. Tendré otro nombre,
otro físico, otra vida… Y ya no seré parte de la ficción de la novela que imagines sino de tu realidad
- Inevitablemente.
-¿Me reconocerás?
-Espero que no. Quiero encontrarte de nuevo cada vez, sumergirme a ojos cerrados y corazón abierto en un comienzo donde todo se imagina posible, y olvidar que siempre hay un final.
El zumbido penetraba insidioso
como un martillo eléctrico dentro de la cabeza. Aún adormecida, sin abrir los ojos, buscó a
tientas el reloj y detuvo la alarma que puntualmente la sacaba de su letargo. Permaneció quieta un rato, recordando el sueño. "Mis personajes me plantan cara" -pensó, evocando la conversación con el que, en su novela, englobaba todos aquellos hombres por los que alguna vez sintió eso que llaman amor.
No pudo evitar echar un vistazo
al ordenador antes de salir de casa. La pantalla, anodina y gris,
custodiaba silenciosa la historia que ella imaginó.
Abrió la puerta y salió a la
calle.
Mientras tanto, la vida seguía escribiendo otra historia.
A los diecisiete estaba enamorada de Miguel; apoyaba la
cabeza en su espalda y abrazaba confiada su cintura mientras recorríamos las
calles en su vieja moto.
A los diecisiete escribía poemas en clase, los relojes iban
despacio y siempre había una canción cuya letra hacía mía.
A los diecisiete hablaba bajito desde el único teléfono de
mi casa, susurrando sin miedo ni vacilaciones los “te quiero”.
A los diecisiete no pensaba en mañanas ni ayeres, porque solo
existía el presente.
A los diecisiete, cuando el corazón se me paraba al verlo,
la vida me parecía tan fácil…
Hoy …
… No sé qué ha sido de él, y
la última vez que monté en moto casi tatúo la piel de mi acompañante
clavándole las uñas presa de pánico y al borde del infarto.
… Ya no escribo poemas y los relojes han pisado el
acelerador.
… Aprendí que “te quiero” puede tener distintos matices, y
también que querer no siempre es suficiente.
… Me invaden las añoranzas y me visitan las incertidumbres.
Pero si a los diecisiete
mi rostro adolescente no lució ni un grano, esta mañana afloraron de golpe
todos, multiplicados y descarados.
Y, aunque tienta volver a los diecisiete, los granos, la
piel y el alma ya no son los mismos.