No
pude evitar sonreír al ver escrito el nombre de la calle: “Paraíso”. Pensé que
debe ser hermoso dar la dirección y emplear esa palabra. Igualmente me parece
terrible vivir en la calle Amargura. Yo conocí a un chico de Zamora que vivía
en esa calle. Coincidimos en un viaje de estudios y durante un par de años
mantuvimos una amistad epistolar. Siempre que escribía su dirección imaginaba el paisaje urbano que acompañaría aquel lugar de nombre rotundo y seco. Mi sitio, en aquella época, lo enmarcaban edificios sin
estética alineados en torno a una vía con el nombre de un señor familiarmente
desconocido: Luis Badía.
La
mente asocia ideas y el recuerdo de aquella donde viví trece años me llevó a
las otras calles de mi vida. Mis primeros años crecieron en la calle del Papa
Borgia, Alejandro VI. Zona de casas humildes con gentes recién llegadas del campo
en busca de trabajo y futuro. Es poco lo que recuerdo de aquel tiempo, nombres
de vecinos que eran más familiares que los parientes del pueblo, la radio en la
que mi madre escuchaba novelones, la habitación estrecha, compartida con mi
hermana, con la pared llena de postales de cantantes y actores de cine…
Los
trece años en Luis Badía fueron mi paso de la niñez a la adolescencia. La niña
tranquila se transformó en una adolescente solitaria y huraña que buscaba
refugio en los libros hasta que un día comprendió que no bastaba con leer e
imaginar, que necesitaba vivir, que las letras no eran suficiente material para
cimentar una vida… Curiosamente, fue un
libro el que me empujó a buscar hojas en los parques, risas en la vida y
miradas en el mundo real. Era un domingo de julio, leía “El Jarama”, y me sentía
desolada con esa intensidad que solo se da a los quince años.
Mi
última vivienda en la ciudad del llano estaba situada en una calle cortita y
transitada, con nombre de concejal local. Aquella fue la dirección de cartas de
amor casi diarias, hijas de un tiempo en el que la distancia era el combustible
que avivaba el fuego de los encuentros.
La
vida, de la mano del amor y el trabajo, me llevó a la ciudad huertana de
otoños dulces, cortos inviernos de humedad concentrada, primaveras precoces y
veranos infernales. Allí, en la calle Vinadell –he mirado en google y no sé cuál
es origen del nombre-, me establecí de recién casada, allí esperé a mi
primer hijo, allí volví a sentir el vértigo del abismo tan cerca de mi camino…
Hay
lugares que nunca hacemos nuestros. Eso sucedió con mi siguiente casa, un
bonito adosado en un pueblo de la huerta murciana. Nunca me gustó el lugar. La luz no bastaba
para dar calor y la chimenea funcionaba tan mal que nunca dió calor a nuestras
noches. Loma larga era el nombre de la calle donde, más que vivir, sobreviví.
Un
traslado más a una ciudad pequeña o pueblo grande; este mismo lugar desde donde
hoy escribo. Nos instalamos en un piso alquilado para un año, sin buscar mucho.
Solo se trataba de encontrar un lugar paréntesis que se alargó cinco años
viviendo en la calle Valencia. Aquel lugar sin expectativas se convirtió en la
casa de una madre joven con dos niños, enmarcando un tiempo de rutina
reconfortante al abrigo de la conformidad.
Recuerdo
haber pensado mirando la amplia cocina llena de luz con olor a madera de mi penúltimo
hogar que aquel era el sueño de cualquier mujer. Y también que me pregunté por
qué no era el mío, y que intenté que aquella vivienda fuese hogar. Adorné las
escaleras en Navidad, cociné cada mañana, leí cuentos a mis hijos, abracé cada
noche al que consideraba mi compañero, lloré mis pérdidas… Y un día, cerré la
puerta de la calle con nombre de poeta archenero, para seguir caminando, o
simplemente quedarme quieta, en mi propio lugar.
Y hoy,
por primera vez desde que dejé de ser niña, en esta calle con nombre de pintor
de realidades luminosas y oscuras pesadillas, siento que estoy en mi hogar.
Los nombres de las calles donde una vez vivimos al igual que las calles de los centros de destino, tienen su propia historia, y en ellas también dejamos la nuestra. No tiene nada de malo echar la vista atrás para recordarla. Un placer el haber podido coincidir en una de estas calles, amiga Gondo.
ResponderEliminarUn abrazo.
En realidad tú y yo hemos coincidido en dos y, por suerte, seguimos caminando en la misma dirección.
EliminarBesos compañera.
Eres movidita eh...
ResponderEliminarBesos.
No tengo alma de nómada Toro, pero parece que mi destino es ser caminante.
ResponderEliminarBesos.
Siempre es bueno sentir que uno esta en su hogar, es bueno encontrar tu sitio en el mundo. Un abrazo compañera.
ResponderEliminarAhora sé que mi sitio está dentro de mí. Posiblemente aún me espere otra calle, pero... estoy acostumbrada a hacer mudanzas.
ResponderEliminarAbrazos.
Creo que las viviendas más bellas son aquellas en las que la memoria nos conduce a recordar los momentos más gratos vividos en su contenido. Yo que he conocido todas las que tuvistes en una etapa de tu vida, pienso que no superan a la actual. Por cierto no encuentro el origen de la calle vinadel, aunque en su número 6, residía y tenia el taller el genial Francisco Salzillo.
Eliminar¿Conociste alguna de mis calles? Curioso...
EliminarCuando yo viví en Murcia en la calle Vinadel había bloques de pisos, pero también una librería (Yerba) y una tienda de música (Tocata). Me gustaba aquella calle llena de luz.
Tomo nota de la referencia a Francisco Salzillo y esta noche ya me acuesto sabiendo algo más.
Saludos.
es que no es Vinadel, sino Vinader...aunque siempre se ha dicho mal.
EliminarEs que en Murcia tienden a customizar el lenguaje, forma parte de su identidad como los limones y el pimentón.
EliminarAbrazos (creo que eres Marisa ¿no?).
No son suficientes las letras; eso le quedó a la joven Ángela.
ResponderEliminarUn besazo!
Bien sabes tú que el gesto enmudece a las letras.
EliminarLa vida no es de papel ni está hecha de dígitos.
Besos chico del sur.
Ángela, la calle Vinadel es una deformación del auténtico nombre de la calle, que es Vinader y hace alusión a un precioso palacio del Siglo XVIII ublicado en la Plaza del Romea....
ResponderEliminarPara mí siempre estará en mi memoria la Plaza de Santo Domingo y la Gran Vía de Alfonso X el Sabio, porque allí estaba y está el Colegio donde fui desde los 10 hasta los 16 años y muy cerca la Plaza de Santo Domingo, que atravesaba para ir a la Facultad de Letras. Entonces la plaza de Santo Domingo tenía una cruz en el centro, un letrero nos recordaba que por debajo había un refugio que sirvió durante la guerra civil. La Cruz estaba en un lugar destacado, rodeada de un mini estanque, pero era muy bello. El ficus fue plantado en 1923.En aquella época mi abuelo vivía en la Casa Cerdá, uno de los edificios, para mi gusto, más bonitos de Murcia y mi madre iba a las escuelas que hay enfrente. Cuando empezó la guerra llevaron a mi abuelo a prisión, donde compartió cárcel con otros murcianos como Gaspar de la Peña, sacerdotes y políticos de derechas. No conocí a mi abuelo , pero mi tía la mayor siempre nos contaba que mi tía Maruja, que nació en abril de 1934 ,menuda época, era demasiado niña cuando se lo llevaron y ya no lo volvió a ver hasta 1939. Murcia fue la última en ser "liberada". En casa sólo hablaba de esas cosas mi tía la mayor, tenía 13 años en 1936 y nos cuenta que se le erizaban los pelos cuando oía cantar la Internacional, que aún pensaba que vendrían por las noches a buscarlas. Mi abuela quedó con seis niños, la mayor de 13 años....y su marido en la cárcel...cuando salió había enfermado del corazón y mi abuela , que sí la conocí 20 años, sólo decía que parecía que le habían echado diez años encima. Murió poco después, de un ataque al corazón. En Ceutí vivimos en la Plaza llamada del Barracón, aunque allí no había ninguna barraca y los preciosos rosales que adornaban la Plaza fueron sustituidas en tiempos del alcalde Manuel Hurtado por un espantoso monolito de cemento. Recuerdo aquella casa de un modo especial, porque tenía un balcón desde el que contemplaba a los chicos que me gustaban a los 15 años o veía el mercado los jueves que no tenía clases en la capital. Allí estaba la Cochera de Sánchez Ríos, de quien eran los autobuses que luego serían núcleo y principal empresa de la LAT. De Las Torres de Cotillas recuerdo los melocotoneros, la huerta y los brazales que llevaban el agua a los árboles. De Gea y Truyols, donde viví con apenas 3 años, también recuerdo una singular balsa, con una Virgen en el centro. Mi padre me llevaba allí a jugar con unas niñas a las que yo llamaba "las nenas de la Virgen del Agua". Recuerdo el color de las puertas de las habitaciones, el suelo, con unas losas que dibujaban cartabones, no había luz y ponían un quinqué ,,, y mis recuerdos se remontan a aquella casa, donde aún solo estábamos mi hermano, con el que me llevo catorce meses y yo. Con el tiempo llegamos a ser cuatro...recuerdo el Cementerio de Guadalupe, y la tumba de los Jesuitas, que está allí, porque son sencillos túmulos en la tierra y una mohosa cerca de hierro donde está tallado el signo de la Compañía. Sigue estando igual y los jesuitas que mueren en Murcia, se siguen enterrando alli con la misma sencillez. Lo recuerdo porque está al lado del panteón de mi familia materna. Y no me molesta verlo, me hace pensar en lo efímera que es la vida...claro que ahora hay panteones donde ya quisieran poder vivir algunos, tal es la cantidad de mármol y lujo que han puesto. ¡Qué barbaridad! hay cosas que nunca entenderé....
ResponderEliminarGracias por este comentario que nos acerca a calles murcianas y a ti.
EliminarIntuyo que tras este Anónimo se encuentra una buena amiga de Murcia y, aprovecho para enviarle un abrazo.
Te falta una, que lo sé yo, jejeje. Cuando paseemos por Murcia, la buscamos. Me ha parecido precioso el modo en que ha surgido esta entrada; lo que puede evocar un nombre unido a tu genialidad. Resultado: entrada maravillosa.
ResponderEliminarUn abrazo, amiga