Hay dos frases vinculadas a Sócrates con las que me siento identificada. La famosa “sólo sé que no se nada”, y la máxima que tomó del templo de Delfos: “Conócete a ti mismo”.
La humilde certeza de no saber me lleva a buscar conocer. Y, como el sujeto que tengo más a mano, y que más me complica la vida soy yo misma; me dedico a mirarme el ombligo lo más filosóficamente posible.
Además de intelectualoide wikipediana, soy una mujer romántica, el eterno masculino aparece con frecuencia en mis construcciones mentales, dignas de figurar en un manual de arte gótico o barroco, en más de una ocasión, por lo retorcidas y elaboradas. Resumiendo, que frecuentemente mis pensamientos se centran en mis relaciones con los varones que he ido conociendo a lo largo de mi vida. Mis elucubraciones me han llevado a considerar que mis gustos en dicho terreno se ajustan escrupulosamente a un patrón matemático. Y este es tan recurrente, que habría hecho las delicias de Anaximandro de Mileto, el filósofo especulativo que trataba de explicar fenómenos concretos del universo.
Como antigua teleadicta observé que en las series de médicos y temas seudo científicos, la clave para solucionar un problema está en identificar la causa. Siguiendo esta premisa, dediqué algún tiempo a pensar por qué elijo un tipo de hombre en concreto para fijar mis soñadores ojos en él.
Ayudada por mi fiel sofá, compañero de tantas siestas y ratos de ocio, y sin necesidad de acudir a un diván profesional de psicoanalista, probablemente pariente de los sillones cotillas del Diario de Patricia, busqué en mi subconsciente el origen del mal. Y, como si hubiese encontrado una de las famosas cuerdas de las que habla la física cuántica, viajé, como un personaje de H.G. Wells en la maquina del tiempo, al verano de mis diecisiete.
Las vacaciones a orillas del mar eran algo ajeno a mi entorno. Tanto mis amigas como yo, pasábamos el caluroso verano en la estepa manchega, cosacas llaneras acostumbradas a los 19 grados bajo cero de algún invierno y veranos en los que el asfalto echaba fuego. Aparte de las piscinas municipales, nosotras contábamos con las parcelas que ellas poseían a pocos kilómetros de la ciudad. Aquellos pedacitos de tierra, con algunas flores, un trocito de huerta, una pequeña caseta y una balsa, que nosotras llamábamos piscina, eran nuestro lugar de descanso. Puedo asegurar que jamás me he divertido tanto ni me he sentido tan rica como aquellos días, de bocadillos y refrescos, dedicadas a tomar el sol, refrescarnos, jugar a las cartas, escuchar los impagables consejos de Elena Francis, y ser felices de una forma tan inconsciente como real.
Imaginad la siguiente escena. Tres manchegas, dos de las cuales no saben nadar, metidas en una balsa con inmensas cámaras de neumáticos de camión a modo de flotador. Sofisticadas, y seguras en los gigantescos donuts negros, con los refrescos en el borde, comentábamos la película que habíamos visto la noche anterior. Era “El Coleccionista”, la historia estaba basada en una novela de John Fowles. Aunque tengo buena memoria, Wikipedia es mejor, así que copio el argumento.
Argumento:
Freddie (Terence Stamp) es un joven tímido e introvertido, que colecciona mariposas. En la calle observa a una joven, Miranda (Samantha Eggar), estudiante de arte, que le gusta. La sigue a diario con su automóvil, estudiando sus horarios, hasta que un día consigue raptarla sin llamar la atención. La lleva a una casa aislada en el campo y la encierra en un sótano que ha preparado a tal efecto. Miranda, asustada y desesperada, intenta en vano escapar de su secuestrador, llegando incluso a intentar seducirle con la esperanza de que así la deje en libertad.
Recuerdo el comentario de mi amiga Pilar, que entre suspiros, y desatada la lengua y la imaginación con el sol y sombra que nos habíamos preparado -en la parcela de mi amiga había coñac y anís, porque su padre gustaba de tomar tan exótica bebida, y nosotras a veces lo imitábamos-, dijo:
- _ Ideas me dan de raptar a Miguel, el pelirrojo (es la única mujer que conozco que se enamoró perdidamente de un pelirrojo, pero esta es otra historia), y encerrarlo en la parcela hasta que me ame.
Reímos como locas, pero hoy pienso que todos tenemos algo de coleccionistas en el terreno del amor y, de alguna manera, repetimos el mismo modelo de sujeto receptor de nuestras señales amatorias.
Tengo claro cual es mi modelo: hombres complicados, sumamente inteligentes, y con un punto canallesco que, si bien da sabor a la vida, a veces la hace amarga. Conocer el problema en este caso, no me lleva a la solución como en las series médicas de televisión. El problema soy yo. Y, como Sócrates, conociéndome ahora algo más a mí misma, puedo decir que sólo sé que no sé nada.
Terminaremos formando el clan de los analfabetos. Me encanta esta entrada. Y por cierto a mi no me preguntes, yo tampoco sé nada.
ResponderEliminarBesazos,, amiga.