Nunca los vi como una pareja perfecta. Ella le recriminaba mil cosas: su mal pronto, su falta de serenidad, su impaciencia… Él hubiera deseado una compañera más alegre, una mujer que cantase, bailase alguna vez y, cómo tantas veces le pidió sin conseguirlo, pintase sus labios de rojo.
Los enfados sacaban a la superficie sus diferentes caracteres. Él, pasado el arrebato, olvidaba con facilidad. Era ella quién guardaba, alineados e impecables como en primer día, en el armario de la memoria, los agravios y disgustos que tanto la hacían sufrir y de los que invariablemente lo responsabilizaba.
Viéndolos convivir yo pensaba que no se amaban. Incluso dudé que hubiese habido amor alguna vez entre ellos. Ambos respetaban los términos del contrato. Él aportaba el dinero que garantizaba el sustento de los suyos; ella cuidaba de él, de los hijos y de la casa.
El tiempo habla, es cierto. Años después reconocí mi error, y descubrí cuánto afecto había existido entre ellos. El suyo era un amor sin gestos románticos, sin otra banda sonora que las conversaciones del día a día, pero real.
Cuando ella se fue apagando él intentó iluminar sus sombras, negando deterioro, justificando olvidos y llorando, con la rabia y la impotencia de un niño desolado, sus ausencias intermitentes, heraldos de un adiós definitivo. La cuidó cuanto pudo, entre reproches, caricias y miedos. Cada día la lavaba con esmero y recorría, con sus pasos cansados un buen trecho hasta el supermercado que vendía el único yogur que ella, atrapada en una niñez caprichosa, aún aceptaba comer. De vuelta, procuraba desviarse del camino hasta algún jardín donde robar una flor para aquella que la vida y la muerte le iban arrebatando.
Ella, por su parte, borrados recuerdos y muchas emociones, lo seguía dócil, con ojos en los que, al mirarlo, brillaba como jamás lo hizo antes la adoración.
Los dioses del destino guardaron un átomo de misericordia para ellos. Él murió, roto el corazón de tanto usarlo, antes de verla desvanecerse, deteriorados mente y cuerpo. Ella, que no llegó a saber que él no volvería, atrapada en un tiempo detenido, repitió cada atardecer su nombre, mientras murmuraba “¡Cuánto tarda este hombre! ¡Cuánto le gustará la calle!”. Un día sus ojos dejaron de buscar la puerta por la que esperaba verlo llegar. No volvió a llamarlo. No reprochó su ausencia. Fue entonces cuando, atrapada en un cuerpo inmóvil y una mente perdida, encontró el camino que él había tomado y partió en su busca.
Ya te había leído este texto y me gustó y me sigue gustando. Me recuerda una película que he visto recientemente: Amor (Amour / Love, 2012): Película de Michael Haneke; con Jean-Louis Trintignant, Emmanuelle Riva. Anque es muy dura te la recomiendo. Besos
ResponderEliminarGracias Funámbulus.
EliminarSí, es un texto escrito hace unos dos años, que hoy revisé con la misma añoranza que sentí el día que surgió.
Besos.
Tomo nota de la película, ya sabes que soy cinéfila.
Qué puedo decir o en este caso escribir? Leo un bello relato para una realidad tan triste, como puede ser la pérdida, el deterioro, ese miedo y esa impotencia. Eso era amor sin duda, del más sencillo y puro amor. Me has hecho llorar, jodia!
ResponderEliminarUn fuerte abrazo para mi Gondo.
Yo lloré escuchando la canción.
ResponderEliminarMejor no te digo lo que pensé, o sí... Te lo diré.
Besos.
Ay Angelilla, me has emocionado. Me dejas sin palabras.
ResponderEliminarBesos.
Gracias Maite.
ResponderEliminarEl texto no es reciente, la emoción que me impulsó a escribirlo sigue en mí.
Besos.
ES TRISTE EL RELATO PERO ENCIERRA TANTOS MENSAJES, ES LA VIDA QUE SE VA DE LAS MANOS... LA AUSENCIA, LOS VACÍOS...
ResponderEliminarEXCELENTE NARRATIVA.
BESITOS
Es un relato real al 100%. Pedro y Pilar eran mis padres.
EliminarBesos.
Que pena me ha dado al leerlo.
ResponderEliminarY ahora, al saber que eran tus padres, se me saltan las lágrimas.
Un abrazo gigante.
Gracias Toro.
EliminarAcepto ese abrazo y lo agradezco cómo no imaginas.
Besos.