Cuando yo era niña tenía un lugar especial. No era una habitación secreta, ni un literario desván, ni un bucólico paisaje… Mi lugar era algo tan prosaico como el tramo de escaleras que llevaba a mi casa.
Cuarto piso, el último de un bloque sin ascensor; allí estaba mi vivienda. En los 8 últimos peldaños que separaban el tercero y el cuarto, surgía un universo que yo transformaba según mi estado de ánimo.
Mi madre, como mis vecinas, sacaba las macetas más bonitas a la escalera en un intento de embellecer aquel lugar. La luz entraba a raudales por las ventanas que iluminaban cada descansillo. Pero lo mejor de todo era que, al ser el último piso, casi nadie transitaba por aquellas escaleras, y durante horas y horas aquel territorio era mío.
Allí dibujé princesas. Leí cuentos y libros de aventuras. Jugué a los recortables. Inventé familias invisibles que habitaban los distintos peldaños. Yo era la creadora de un microcosmos renovado cada día.
Escuchaba la sordina de las novelas de la radio que, cada tarde, escuchaban la mía y otras madres. Aprendí a identificar las pisadas de cada vecino. Y, al abrir cada puerta, me llegaban ecos de otras vidas a través de olores a comidas y voces ajenas.
Contemplaba la vida desde mi atalaya, impregnándome de realidad al tiempo que me movía en los mundos de fantasía que ocupaban mis ocho escalones.
Sigo haciéndolo ¿sabéis? Acomodada en el último escalón veo, no una imagen parcial de la entrada de mi casa, sino que logro el distanciamiento preciso para contemplar la vida. No importa que no obtenga respuestas puesto que tampoco hago preguntas. Solo miro. A veces lo que veo me duele, en otras ocasiones me conforta, o me aturde. Nunca encontré las instrucciones de uso para vivir, así que utilizo el método ensayo-error, aprendiendo algo y equivocándome mucho.
Y hoy es un buen día para sentarse en la escalera.
Las instrucciones de uso para vivir, aunque las encuentres, están en japonés, pero ojo, un japonés muy antiguo, habría que estudiar demasiado para entenderlas, y no todo el mundo está dispuesto a desperdiciar toda su vida estudiando cómo vivir la vida.
ResponderEliminarUna historia muy bonita y reflexiva, Ángela.
Besos
Recuerdo este relato en Búho y me gustó tanto como me gusta ahora. No dejes de contarnos esos trocitos íntimos de ti, por fa.
ResponderEliminarMe enamoró la primera vez que lo leí, y esta vez no ha sido menos.
ResponderEliminarUn abrazo