Para Auroratris que preguntó por qué.
Hace mucho tiempo lo conté así:
Tengo un cortejador.
Hace mucho tiempo lo conté así:
Tengo un cortejador.
Su galanteo es peculiar. Una vez por semana llama a mi puerta y, cargado de las frutas y verduras que cultiva en sus ratos de ocio, y deposita su ofrenda ante mí, como si fuese una deidad pagana.
Yo, imbuida en mi papel de diosa, acepto su ofrenda impasible y apenas otorgo al pobre mortal un “gracias” de compromiso.
No es que yo sea desagradecida. Es que mi cortejador es pelirrojo, y desde que tengo memoria siempre he sentido una curiosa mezcla de aversión y miedo por los hombres pelirrojos.
Mil veces me he preguntado el por qué de esta absurda fobia discriminatoria. Hoy, gracias a un ejercicio de intensa “introspective” –que dirían mis paisanos de “Muchachada Nui”-, conozco el origen de mi pelirrojofobia.
Las culpables fueron Iglesia y Política, encarnadas en las simpáticas monjitas del colegio de mi primera infancia. Tarde tras tarde, mientras nos enseñaban labores del hogar de lo más útiles como vainica sencilla y doble, punto de cruz (petit point en francés) y punto yugoeslavo -la democrática artesanía no conocía fronteras ni telones de acero-, las “hermanas” amenizaban nuestro tedioso aprendizaje leyéndonos historias de héroes “nacionales”. Como encarnación del mal, en aquellas historias aparecía frecuentemente una raza de hombres sanguinarios, jauría de bestias ávidas de destrucción que a su paso sembraban el caos y el terror. Estos hombres eran conocidos genéricamente como “los rojos”.
Únase a la ingenuidad de mis pocos años una imaginación desbordante y el cóctel está servido.
¡Ay! ¿Quién sabe si traumatizada no dejé escapar un príncipe azul de rojos cabellos, o un pelirrojo aventurero loco con el que dar la vuelta al mundo como Phileas Fogg? Y lo peor… Nunca he podido apreciar el “savoir faire” del impasible Horatio Caine en CSI Miami.
No me gusta que me manipulen. Ahora que conozco la raíz del mal haré terapia de choque. De hecho, estoy planteándome en serio introducir cambios en mi vida. El premio sería convertirme en Miss Ordenada. Seré la reina de los tuperware que siempre tienen tapa, la ropa en orden casi alfabético, y mis zapatos dejaran de comadrear y habitaran, eso si por parejas, en sus respectivas cajas. No creáis que esto me va a resultar fácil, porque soy caótica, anárquica, y ciudadana de Entropía desde que llegué a este mundo. Pero lo voy a intentar, puesto que según la vox populi y las voces de los gurús de la autoayuda, un entorno ordenado contribuye a un interior en paz y seguro de sí.
Ese
es el primer cambio. Difícil, pero no imposible. El otro por el contrario
supondría romper muchas barreras interiores, porque consistiría en dar una
oportunidad a mi pelirrojo enamorado.
Este
buen hombre, vaya usted a saber por qué, un día se fijó en mí, y no
desaprovecha la ocasión de insinuar la posibilidad de salir juntos alguna vez y
tomar un café. Como de ángel sólo tengo
el nombre, acepto las vegetales ofrendas, y rechazo los intentos de
acercamiento, aunque intuyo que conllevan honestas intenciones.
No
me gustan los pelirrojos. Lo he proclamado a los cuatro vientos, e incluso he
hecho un análisis pseudocientífico del porqué. Pero esta tarde mis certidumbres
han temblado, cuando ha llamado a la
puerta mi pelirrojo, alegre y luminoso, resplandeciente la cabellera y la
camisa naranja (uno de estos días me tengo que poner gafas de sol porque me
deslumbra). Traía, como siempre, algo para mí. La semana pasada llenó mi
despensa de pimientos, cebollas, y albaricoques. Hoy enriquecían mi menú
melocotones, y una coliflor que rechacé
(“pobre pero delicá” decía mi madre).
Verdaderamente
este hombre se preocupa por mí. Tentada estoy de acceder a un amistoso café. Sin
embargo, como las personas buenas y
generosas se merecen lo mejor, más vale que siga en mi línea arisca, ya que
para un pelirrojo de tierno corazón, una morena lunática, como yo, podría ser
lo peor.